"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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La Cripta De Los Capuchinos - Joseph Roth - 8743 - Spa

  El protagonista de La Cripta de los Capuchinos, heredero de una familia de orígenes humildes ennoblecida por Francisco José, describe su vida en la Viena deslumbrante en los albores de la Primera Guerra Mundial. A los últimos estertores del imperio de los Habsburgo siguen los días trágicos de la guerra y de una posguerra gris y violenta. Antes de que los nazis entren en Viena, el joven Trotta, símbolo de un mundo en declive, baja a la cripta a la que alude el título de la novela, el panteón imperial austríaco, donde confesará su fracaso. La Cripta de los Capuchinos (1938) es tanto la novela del declive de Austria como estado soberano —la finis Austriae— como la desaparición definitiva de un mundo. La extrema depuración del talento narrativo de Roth y su capacidad y precisión de observador han convertido esta novela en una obra de referencia inexcusable. Joseph Roth La Cripta de los Capuchinos ePub r1.0 AlNoah14.07.13Título original: Die Kapuzinergruft Joseph Roth, 1938 Traducción: Jesús Pardo Retoque de portada: AlNoah Editor digital: AlNoah ePub base r1.0 Capítulo I Nos llamamos Trotta. Nuestra estirpe procede de Sipolje, en Eslovenia, y digo estirpe, porque no somos una familia. Desde hace mucho tiempo, Sipolje ya no existe; actualmente forma, junto con otras comunidades próximas, una población mayor. Como ya sabemos, éste es el signo de los tiempos. Los hombres no saben estar solos, por eso forman agrupaciones absurdas. Los campesinos quieren a toda costa ir a las ciudades, e incluso las mismas aldeas quieren convenirse en ciudades. Yo llegué a conocer Sipolje cuando todavía era un muchacho. Mi padre me llevó una vez, un diecisiete de agosto, víspera del día en el que en todos los lugares de la monarquía, incluso en los más insignificantes, se celebraba el cumpleaños del emperador Francisco José Primero. En el Austria actual, y en los antiguos territorios de la corona, habrá muy poca gente a la que el nombre de nuestra estirpe traiga algún tipo de recuerdo, pero nuestro nombre se menciona en los desaparecidos anales del ejército austro-húngaro, y debo afirmar que estoy orgulloso de ello, precisamente por eso, porque los anales han desaparecido. No soy un hijo de mi tiempo, es verdad, incluso diría que me resulta difícil no erigirme en su enemigo, y no es que no lo entienda, como he afirmado a menudo, esto es una excusa piadosa. Por pura comodidad no quiero volverme hostil o agresivo, y por lo tanto digo que no lo entiendo, cuando debería decir que lo odio o que lo desprecio. Tengo muy buen oído, pero juego a ser sordo, porque creo que es más noble simular este defecto que admitir que he prestado oídos a voces vulgares. El hermano de mi abuelo fue aquel sencillo teniente de Infantería que salvó la vida el emperador Francisco José en la batalla de Solferino. Al teniente le dieron un título nobiliario, y durante largo tiempo, tanto en el ejército como en los libros de lectura de la monarquía imperial y real de Austria-Hungría, se le llamó el héroe de Solferino, hasta que, con el tiempo, la sombra del olvido se cernió sobre él. Murió y está enterrado en Hietzing; sobre su tumba se leen estas sencillas y orgullosas palabras: «Aquí descansa el héroe de Solferino». El favor del Emperador se extendió también sobre su hijo, que llegó a ser capitán de distrito, y sobre su nieto, que murió en el otoño de 1914 en la batalla de Krasne-Busk, siendo teniente de cazadores. Yo no llegué a verle nunca, como tampoco a ninguno de la rama noble de nuestra estirpe. Los Trotta nobles eran devotos y sumisos servidores de Francisco José, pero mi padre era un rebelde. ¡Mi padre! Un patriota y un rebelde, especie que solamente se daba en la antigua Austria-Hungría. Él entendía el sentido de la monarquía demasiado bien, por eso quería reformarla y salvar así a los Habsburgo, y por eso también se volvió sospechoso y tuvo que huir. Emigró a América en sus años de juventud. Era químico, y por entonces hacía falta gente de su talante para el enorme desarrollo de las fábricas de tintes de Nueva York y Chicago. Mientras fue pobre sólo tuvo nostalgia de sus tierras, pero cuando al fin logró hacerse rico empezó a sentir nostalgia de Austria. Volvió y se estableció en Viena; tenía dinero, y como a la policía austríaca le gustaba mucho la gente con dinero, no solamente no le molestaron, sino que incluso empezó a formar un nuevo partido esloveno y compró dos periódicos en Agram. Logró hacer amistad con personas de gran influencia cercanas a los círculos del heredero del trono, el archiduque Francisco Fernando. Mi padre soñaba con un imperio eslavo bajo el imperio de los Habsburgo. Soñaba con una monarquía de austríacos, húngaros y eslavos, y a mí, su hijo, me gustaría, llegado este punto, decir que hasta es posible imaginar que, de haber vivido más tiempo, mi padre habría podido cambiar el curso de la historia. Pero murió año y medio antes del asesinato de Francisco Fernando. Yo soy su único hijo, y en su testamento me ha dejado como herencia la constatación de sus ideas, no en vano me puso el nombre de Francisco Fernando. Pero entonces ya era joven e insensato; por no decir superficial, en cualquier caso frívolo, y, como vulgarmente se dice, vivía intensamente cada día; bueno, no, esto no es verdad, lo que yo vivía intensamente era cada noche; durante el día dormía, también intensamente.Capítulo II Pero una mañana —era abril de 1913—, cuando apenas hacía dos horas que había vuelto a casa y estaba todavía durmiendo, me anunciaron la visita de un primo, de un señor Trotta. En batín y zapatillas me dirigí a la antesala. Las ventanas estaban abiertas, los mirlos mañaneros gorjeaban con gran aplicación y el sol de la mañana llenaba de alegría la estancia. Nuestra muchacha, a la que nunca había visto en horas tan tempranas, me pareció extraña con su delantal azul, yo sólo la recordaba como a una joven criatura, entonada en rubio, blanco y negro, algo así como una bandera. Por primera vez la veía con su uniforme azul oscuro, parecido al que llevan los mecánicos y los hombres del gas, con un plumero rojo púrpura en la mano, y solamente el contemplarla habría bastado para darme una visión desacostumbrada de la vida. Por primera vez desde hacía muchos años vi la mañana en mi casa, y me di cuenta de lo bonita que era. La muchacha me gustó, las ventanas abiertas me gustaron, me gustó el sol, me gustó el canto del mirlo, dorado como el sol matinal. Hasta la muchacha vestida de azul era dorada como el sol. Deslumbrado por tanto oro, no vi al principio a la visita que me esperaba, solamente al cabo de un par de segundos —¿o fueron minutos?— me di cuenta de su presencia. Allí estaba, enjuto, oscuro y mudo, sentado en la única silla que había en nuestra antesala. No se movió cuando entré, y aunque su pelo y su bigote eran muy negros y su piel muy atezada, era también como un pedazo de sol en medio de la dorada mañana de la habitación, un pedazo del lejano sol del Sur incluso. A primera vista me recordó a mi padre muerto. También él era muy enjuto y moreno, muy atezado y huesudo, oscuro y auténtico hijo del sol, no como nosotros, los rubios, que no somos más que hijastros del sol. Yo hablo esloveno, mi padre me lo había enseñado, así es que saludé a mi primo Trotta en esloveno, y él no pareció extrañarse en absoluto; era lo natural. No se levantó, me tendió la mano y me sonrió. Bajo el bigote negro azulado brillaban relucientes los dientes grandes y fuertes, y enseguida comenzó a tutearme y yo sentí como si en vez de mi primo fuese mi hermano. El notario le había dado mis señas. —Tu padre —empezó— me ha legado dos mil florines, he venido a por ellos y de paso quería darte las gracias, mañana me vuelvo a casa. Tengo una hermana que quiere casarse, y con quinientos florines de dote se podrá casar con el campesino más rico en Sipolje. —¿Y el resto? —le pregunté. —Me lo quedo yo —dijo animado; sonrió y tuve la impresión de que el sol penetraba con más fuerza aún en nuestra antesala. —¿Qué vas a hacer con el dinero? —le pregunté. —Ampliar mi negocio —contestó. Y como si hasta ahora no le hubiese parecido oportuno decir su nombre, me dijo levantándose de su asiento: —Me llamo Joseph Branco. Se levantó con gran aplomo, pronunciando su nombre con tranquilidad ceremoniosa. Y de repente me di cuenta de que estaba en batín y zapatillas delante de mi huésped. Le rogué que me esperara y me fui a mi cuarto a vestirme.Capítulo III Serían alrededor de las siete de la mañana cuando llegamos al café Magerl. Los primeros mozos de la panadería entraban blancos como la nieve, oliendo a bollitos de emperador, pan con semillas de amapola y palitos salados. El primer café recién tostado, aromático y virginal, olía como una segunda mañana. Mi primo Joseph Branco estaba sentado frente a mí, moreno, sureño, cálido, despierto y sano, y yo sentía vergüenza de mi pálida rubicundez y mi cansancio nocturno. También me sentía un poco violento. ¿De qué podía hablar? Todavía se hizo más violenta la situación cuando me dijo: —No tomo café por las mañanas, preferiría una sopa. Claro está, en Sipolje los campesinos siempre toman una sopa de patatas por las mañanas. Así que pedí sopa de patatas; tardaba bastante, y entretanto a mí me daba apuro mojar el croissant en el café. Al fin llegó la sopa, un plato humeante, y mi primo Joseph no parecía darse cuenta de la existencia de la cuchara, con sus manos morenas cubiertas de vello negro se llevó el humeante plato a la boca. Mientras sorbía la sopa parecía haberse olvidado de mí, entregado totalmente al humeante plato que sostenía en alto con sus dedos delgados y fuertes; ofrecía el aspecto de un hombre cuyo apetito es realmente una emoción tan noble que no usa la cuchara, ya que le parece más elegante comer directamente del plato. En verdad, viéndole sorber la sopa casi llegué a extrañarme de que los hombres hubiesen descubierto la cuchara, ¡ridículo instrumento! Mi primo dejó el plato sobre la mesa, y yo me di cuenta de que había quedado tan vacío y limpio como si lo acabasen de fregar. —Hoy a mediodía —dijo— recogeré el dinero. —¿Qué clase de negocio es ese —le pregunté— que piensas ampliar? —Nada —dijo—, insignificante, pero da para que una persona pueda comer bien durante el invierno. Y así es como me enteré de que mi primo Joseph Branco era un campesino que durante la primavera, el verano y el otoño se dedicaba a las labores del campo, y en invierno era castañero. Tenía una piel de oveja, una mula, un carro pequeño, una marmita y cinco sacos para sus castañas. Con todo esto iba cada año a principios de noviembre por algunos de los distintos países de la monarquía, y si algún lugar le gustaba de manera especial se quedaba allí todo el invierno, hasta que llegaban las cigüeñas. Después ataba la mula y los sacos vacíos y se dirigía a la estación de ferrocarril más próxima, facturaba al animal y volvía a casa para volver a ser campesino. Le pregunté cómo se podía ampliar un negocio tan pequeño, y él me indicó que sí se podía. Se podía, por ejemplo, vender, además de castañas, manzanas asadas y patatas asadas. La mula también se había vuelto vieja y débil, y se podía comprar otra nueva. Ya había ahorrado doscientas coronas. Llevaba puesta una brillante chaqueta de satén y un florido chaleco de felpa con botones de cristal de colores; del cuello le colgaba una pesada cadena de reloj de oro preciosamente trenzada, y yo, que había sido educado por mi padre en el amor a los eslavos de nuestro reino, y tenía, por tanto, tendencia a ver un símbolo en cada objeto popular, me enamoré inmediatamente de esa cadena. Quería que fuese mía. Pregunté a mi primo cuánto costaba. —No sé —dijo—, yo la tengo de mi padre, y él la tenía de su padre; no se puede comprar una igual. Pero ya que eres mi primo, te la vendo con mucho gusto. —¿Cuánto quieres? —pregunté, y pensé para mis adentros en algo que recordaba de las enseñanzas de mi padre: el campesino esloveno es demasiado noble para ocuparse de valores y cosas de dinero. El primo Joseph Branco se quedó un rato pensando, después dijo: —Veintitrés coronas. No me atreví a preguntarle por qué había fijado precisamente esa cifra; le di veinticinco, y él las contó con cuidado, sin mostrar en forma alguna intención de devolverme las dos restantes; sacó un pañuelo grande, rojo y con cuadros azules y puso allí el dinero, y luego, después de anudar dos veces el pañuelo, se quitó la cadena, sacó el reloj del bolsillo de la levita y dejó cadena y reloj sobre la mesa. Era un reloj de plata, pesado y anticuado, con una llavecita para darle cuerda; mi primo sacó el reloj de la cadena, lo miró durante un rato con ternura, casi amorosamente, y finalmente dijo: —Ya que eres primo mío, si me das tres coronas, te vendo también el reloj. Le di una moneda de cinco coronas y tampoco me devolvió el resto. Volvió a sacar su pañuelo, deshizo pausadamente el doble nudo, añadió a las otras la nueva moneda, lo metió todo en el bolsillo del pantalón y me miró con ojos fieles y cariñosos. —También me gusta tu chaleco —dije al cabo de unos segundos—, me gustaría comprártelo también. —Por ser mi primo —contestó—, te venderé también el chaleco. Y sin dudarlo un segundo, se quitó la chaqueta, tiró del chaleco, y lo puso sobre la mesa. —Es de un paño muy bueno —dijo Joseph Branco—, y los botones son muy bonitos; por ser quien eres sólo te cuesta dos coronas cincuenta. Le di tres coronas y vi claramente en sus ojos la decepción de que no le hubiera dado otra moneda de cinco coronas. Parecía desencantado, ya no sonrió más, pero acabó por guardar este dinero tan complicada y cuidadosamente como había guardado las monedas anteriores. Yo ya tenía lo que a mí me parecía más importante para ser un verdadero esloveno: una cadena antigua, un chaleco de colores, y un reloj más pesado que una piedra con su llavecita y todo. Ya no esperé más, cogí las tres cosas, pagué y llamé a un cochero para acompañar a mi primo al hotel; estaba hospedado en el Grünen Jägerhorn. Le dije que me esperase por la noche, que vendría a recogerle. Tenía la idea de presentárselo a mis amigos.Capítulo IV En parte para guardar las formas, y en parte también para tranquilizar a mi madre, me había matriculado en Derecho, pero en realidad no estudiaba nada. Ante mí se abría la vida, inmensa como una pradera llena de color, apenas limitada por una lejana, muy lejana línea del horizonte. Yo vivía en el ambiente alegre y desenfadado de los jóvenes aristócratas, ambiente que, junto al de los artistas del antiguo imperio, era el que más me gustaba. Compartía con ellos la frivolidad escéptica, la melancólica petulancia, una negligencia enfermiza, y un ascetismo altivo, todo lo cual era característico de una decadencia que todavía no vislumbrábamos. Sobre las copas que apurábamos alegres, la muerte invisible cruzaba ya sus huesudas manos. Maldecíamos con alegría e incluso blasfemábamos sin mala intención. Solitario y viejo, lejano y petrificado, pero próximo a todos nosotros, presente por doquier en el gran imperio abigarrado, vivía y reinaba el viejo emperador Francisco José. Quizás en lo más profundo de nuestras almas dormían esas certidumbres que llamamos presentimientos, y, por encima de todas ellas, la certidumbre de que el anciano Emperador perdía con cada día algo de vida, y con él la monarquía, no ya nuestra patria, sino algo mayor, más lejano, nuestro imperio. De nuestros corazones doloridos salían chistes fáciles; de nuestra sensación de estar consagrados a la muerte, un loco deseo de todas las confirmaciones de la vida: bailes, vino, mujeres, comidas, paseos en coche, cosas maravillosas de todo tipo, juergas insensatas, ironía destructiva, crítica indómita, el Prater, el tobogán, las mascaradas, el ballet, frívolos juegos amorosos en los discretos palcos de la ópera, las maniobras y la instrucción que casi siempre nos perdíamos, e incluso las enfermedades que de vez en cuando nos depara el amor. Se puede comprender que me agradase la inesperada visita de mi primo, ninguno de mis frívolos amigos tenía un primo, ni un chaleco, ni una cadena de reloj como éstos, ni tampoco una relación tan estrecha con la auténtica y legendaria Sipolje en tierra eslovena, la patria del héroe de Solferino, todavía no olvidado, aunque ya camino de serlo. Por la tarde fui a buscar a mi primo. Su brillante chaqueta de satén causó gran impresión entre todos mis amigos. Él chapurreó un alemán ininteligible, estuvo atento a todo lo que allí se dijo, y prometió comprar en Eslovenia chalecos y cadenas para todos mis amigos, aceptando con gusto los pagos por adelantado. Después todos envidiaron mi chaleco, mi cadena y mi reloj. Lo que todos ellos habrían querido era comprarme el primo completo, mi parentela y mi Sipolje. Mi primo prometió volver en otoño. Todos le acompañamos a la estación y yo le tomé un billete de segunda clase. Él lo cogió, pero luego fue a la taquilla y consiguió que se lo cambiasen por otro de tercera. Desde allí nos saludó con la mano, y a todos se nos partió el corazón cuando arrancó el tren. Amábamos la melancolía tan superficialmente como el placer.Capítulo V Durante dos días estuvimos hablando en nuestras tertulias de mi primo Joseph Branco; después le olvidamos; es decir, le relegamos por el momento, teníamos que comentar y discutir nuestras locuras cotidianas. Al final del verano, hacia el veinte de agosto, recibí una carta en esloveno de Joseph Branco y aquella misma tarde se la traduje a mis amigos. En ella me contaba la fiesta de cumpleaños del Emperador en Sipolje, la fiesta de la Asociación de Veteranos. Él era un reservista demasiado joven para pertenecer a la Asociación de Veteranos, pero había desfilado con ellos en la explanada del bosque, donde cada dieciocho de agosto se celebraba una fiesta popular, simplemente porque ninguna de las personas mayores tenía fuerza suficiente para llevar el enorme timbal. Había cinco cornetas y tres clarinetes, ¿pero cómo puede haber una banda sin timbal? —Es curioso —dijo Festetics—, ¡estos eslovenos…! Los húngaros les privan de sus derechos nacionales más esenciales, ellos se defienden, e incluso se rebelan de vez en cuando, o por lo menos se les pasa por la cabeza la idea de rebelarse: pero celebran el cumpleaños del Emperador. —En esta monarquía —contestó el conde Chojnicki, que era el mayor de todos nosotros— nada es extraño. Si no fuera por los imbéciles de nuestro gobierno (a él le gustaban las expresiones fuertes) estoy seguro de que sería completamente natural, incluso visto desde fuera. Quiero decir con esto que lo que se dice extraño es lo natural para Austria-Hungría, es decir, que solamente a la loca Europa de las nacionalidades y los nacionalismos le parece extraña la evidencia. Naturalmente son los eslovenos, los polacos y rutenos de Galitzia, los judíos de Kaftan de Boryslao, los comerciantes de caballos de Bacska, los mahometanos de Sarajevo, los castañeros de Mostar, los que cantan «Dios guarde al Emperador»; mientras, los estudiantes alemanes de Brünn y Eger, los dentistas, los boticarios, los ayudantes de peluqueros, los fotógrafos artísticos de Linz, Graz y Knittelfeld y los muermos de los valles alpinos cantan germánicamente «La Guardia en el Rin». Con esa fidelidad nibelunga, Austria se hundirá, señores, la esencia de Austria no es el centro sino la periferia. A Austria no se la encuentra en los Alpes, allí hay rebecos y rosas blancas de los Alpes, y gencianas, pero ni sombra del águila bicéfala. La esencia de Austria se nutrirá y se completará siempre en las comarcas del reino. El barón Kovacs, un militar joven y noble de nacionalidad húngara, se encajó el monóculo, como tenía siempre por costumbre cuando creía tener que decir algo importante; hablaba el alemán duro y cantarín de los húngaros, no tanto por necesidad como por coquetería y señal de protesta. Además, su extraño rostro, violento y poco natural, se enrojecía de forma que hacía pensar en un pan poco hecho y cuya masa no ha subido lo suficiente. —Los húngaros —dijo— son los que más sufren en esta monarquía dual. Fue su profesión de fe. Las palabras de esta frase eran inamovibles. Nos aburría a todos, pero a Chojnicki, el mayor y más temperamental de nuestro grupo, le exasperaba, y no se hizo esperar su oportuna respuesta. Como de costumbre repitió: —Los húngaros, querido Kovacs, oprimen nada menos que a los siguientes pueblos: eslovacos, rumanos, croatas, serbios, rutenos, bosnios, suavos de Bacska y sajones de Transilvania. E iba contando los pueblos con las puntas de los dedos de sus bonitas manos, finas y recias. Kovacs dejó el monóculo sobre la mesa. Las palabras de Chojnicki no parecieron hacerle mella; pensaba, como siempre: yo sé lo que sé. Y algunas veces hasta lo decía. Por lo demás era un hombre inofensivo, incluso buen muchacho, pero yo no le podía aguantar, aunque me esforzaba por tenerle simpatía y sufría realmente al no conseguirlo; esto tenía explicación: yo estaba enamorado de la hermana de Kovacs; se llamaba Isabel y tenía diecinueve años. En vano luchaba desde hacía tiempo contra este amor, no tanto porque me dominaba como por el temor a la burla silenciosa de mis escépticos amigos. Por entonces, justo un poco antes de la gran guerra, se llevaba la altivez irónica, el reconocimiento vanidoso de la famosa «decadencia», un sentimiento de cansancio, mitad exagerado, mitad fingido, y un aburrimiento injustificado. En este ambiente apenas había lugar para los sentimientos, y las pasiones estaban absolutamente prohibidas. Naturalmente mis amigos tenían liaisons, mujeres a las que uno se quitaba de encima y que incluso a veces se prestaban como si fuesen gabanes; mujeres a las que se olvidaba como se olvida un paraguas, o a las que se abandonaba premeditadamente como a esos paquetes pesados que uno tira con la esperanza de que nadie se los recoja. En el círculo en que yo me movía, el amor pasaba por ser una aberración, un compromiso, era algo así como una apoplejía, y el matrimonio una enfermedad. Éramos jóvenes y pensábamos en el matrimonio como en un hecho inevitable de la vida, pero como se piensa en una esclerosis que probablemente haría acto de presencia dentro de veinte o treinta años. Yo había tenido numerosas oportunidades de estar a solas con la muchacha, aunque en aquellos tiempos todavía no era normal el que las señoritas estuviesen más de una hora en compañía de chicos si no las acompañaba el debido y legítimo pariente. Sólo había aprovechado alguna de esas oportunidades, porque aprovecharlas todas, como ya he dicho antes, me habría puesto en evidencia delante de mis amigos; en realidad intentaba a toda costa que no se notasen mis sentimientos, y muy a menudo me asaltaba el temor de que alguien de mi círculo se hubiera dado cuenta de ello y lo contara por ahí. Cuando iba a ver a mis amigos de forma inesperada, creía deducir de su silencio repentino que, antes de mi llegada, habían estado hablando de mi amor por Isabel, y me sentía tan abrumado como si me hubiesen cogido haciendo una fechoría, como si hubiesen descubierto en mí alguna debilidad intolerable y secreta. Pero en las pocas horas que pasaba a solas con Isabel, me daba cuenta de lo tonta y sin sentido que era la burla de mis amigos, su escepticismo, su altanera «decadencia»; al mismo tiempo sentía una especie de remordimiento, como si estuviese traicionando los sagrados principios de mis amigos, y también, en cierto modo, me daba la impresión de llevar una doble vida; y la verdad es que no me encontraba nada a gusto. Isabel era entonces bella, dulce y cariñosa, y sin lugar a dudas yo le gustaba. Cualquier cosa que ella hiciese, incluso el más insignificante de sus gestos, me conmovía profundamente: los movimientos de sus manos, la inclinación de la cabeza, el balanceo de sus pies, la forma de alisarse la falda y de alzar ligeramente el velo cuando se llevaba la taza de café a los labios, una flor prendida casualmente en el vestido, la manera de quitarse los guantes, todo esto se producía como una corriente dirigida a mí, y solamente a mí. En realidad había ciertas demostraciones, consideradas en aquel tiempo como «atrevidas», que me hacían suponer con algún derecho que la ternura con la que ella me miraba, su contacto aparentemente involuntario y demasiado casual con mi mano o con mi hombro, eran promesas vinculantes, promesas de mayores y más exquisitas ternuras en espera solamente de que yo las pidiera, vísperas de una fiesta cuya llegada era tan indudable como si estuviera marcada por el calendario. Tenía una voz profunda y suave (no puedo soportar las voces de mujer agudas y chillonas), y su forma de hablar me recordaba un arrullo contenido, manso, anhelante y al tiempo cálido; el murmullo de fuentes subterráneas, el sonido lejano de los trenes que se oye en algunas noches de insomnio, y la más banal de sus palabras, gracias a la profundidad de timbre con que las pronunciaba, se convertía para mí en una fuerza rebosante y plena de significado, pero no exactamente comprensible, y sin duda desaparecida con nuestros antepasados: percibida quizás alguna vez en sueños. Cuando no estaba con ella volvía a la compañía de mis amigos, completamente tentado de hablarles sin más de Isabel e incluso de suspirar por ella, pero la vista de sus rostros burlones, cansados y medio dormidos, y su patente e incluso cargante gana de chanza, de la que no sólo temía ser víctima, sino en la que también me habría gustado participar, me hacía caer en un estúpido y mudo pudor, y enseguida me identificaba con su altanera «decadencia», de la que todos éramos hijos perdidos y orgullosos. Me encontraba en esta necia encrucijada y no sabía a dónde dirigirme. Alguna vez pensé en hablar de ello con mi madre, pero siendo yo joven, y precisamente por serlo, siempre la consideré incapaz de entender mis preocupaciones. La relación que tenía con mi madre no era una relación auténtica y espontánea, sino un intento pobre de imitar la relación que solían tener los chicos jóvenes con sus madres. A sus ojos no eran verdaderas madres, sino una especie de semillero en el que habían germinado y al que debían la vida, y en el mejor de los casos algo así como el paisaje familiar en el que por casualidad se ha llegado al mundo y al que no se dedica otra cosa que recuerdo y emoción. Yo, sin embargo, sentía en aquel tiempo casi una santa timidez hacia mi madre, aunque reprimía este sentimiento. A mediodía, cuando almorzábamos, nos sentábamos silenciosos el uno frente al otro en la gran mesa del comedor espacioso; el sitio de mi padre en el extremo de la mesa permanecía vacío, y todos los días, siguiendo las instrucciones de mi madre, se ponía un plato vacío y un cubierto para el que siempre iba a estar ausente. Se podía decir que mi madre se sentaba a la derecha del muerto, y yo a la izquierda. Ella bebía un moscatel dorado, y yo media botella de Vöslauer. No me gustaba, hubiese preferido un Borgoña, pero mi madre lo tenía decidido así. Nuestro antiguo sirviente Jacques nos servía con sus temblorosas manos de anciano enguantadas en blanco, su pelo espeso tenía casi la misma blancura. Mi madre comía poco, rápidamente, pero con mucha dignidad, y cada vez que levantaba mis ojos hacia ella hundía ella los suyos en el plato aun cuando un momento antes los hubiera sentido yo fijos en mí. Yo notaba entonces que ella tenía muchas preguntas que hacerme, pero no las hacía para ahorrarse la vergüenza de ser engañada por su hijo, su único hijo. Luego doblaba cuidadosamente la servilleta. Éstos fueron los únicos momentos en que pude contemplar libremente su rostro, ancho, un poco flácido ya, sus caídas y adormecidas mejillas, sus párpados rugosos y pesados. Miraba su regazo, sobre el que estaba doblando la servilleta, y me decía de modo reverente, aunque también lleno de reproche, que aquél había sido el origen de mi vida, el cálido seno, lo más maternal de mi madre; y me admiraba de poder estar sentado frente a ella, tan mudo, terco y formal, y de que tampoco ella, mi madre, encontrase ninguna palabra que decirme, y que claramente sintiese vergüenza delante de su hijo ya crecido, crecido con demasiada rapidez, de la misma forma que me avergonzaba yo delante de ella, que me había dado la vida, envejecida también demasiado rápidamente. Cómo me hubiese gustado hablar con ella sobre mi encrucijada, sobre mi doble vida, sobre Isabel y mis amigos. Pero era evidente que mi madre no quería ver confirmadas sus sospechas, para no tener que menospreciar en voz alta lo que en su silencio valoraba tan poco. Quizá también ella se había encontrado con la ley cruel y eterna de la naturaleza que obliga a los hijos a olvidar muy pronto su origen, a contemplar a sus madres como a ancianas señoras, a no pensar más en el pecho donde encontraron su primer alimento, ley eterna que también obliga a las madres a ver cómo crece sin cesar el fruto de su vientre y se va haciendo ajeno, cada vez más ajeno, al principio con dolor, luego con amargura, finalmente con despego. Yo me daba cuenta de que mi madre hablaba tan poco conmigo porque no quería decirme cosas que diesen origen a rencores. Pero si me hubiese atrevido a hablarle de Isabel, de mi amor por esta muchacha, probablemente hubiese humillado a mi madre y a mí mismo. Alguna vez quise hablarle de mi amor, pero me acordaba de mis amigos y de las relaciones de éstos con sus madres. Tenía la infantil sensación de que me podía traicionar haciendo una confesión que sería siempre una traición: una traición a mí mismo si ocultaba algo a mi madre; y también una traición a esa madre. En ocasiones cuando mis amigos hablaban de sus madres, yo me avergonzaba por triplicado: por mis amigos, por mi madre y por mí mismo. Hablaban de ellas de la misma forma que de sus liaisons iniciadas o terminadas, como si se tratase de amantes prematuramente envejecidas, o, peor todavía, como si las madres fuesen menos dignas que sus hijos. O sea que eran mis amigos quienes me impedían obedecer la llamada de la naturaleza y del sentido común y dar rienda suelta tanto a mis sentimientos por Isabel como a mi amor de niño por mi madre. Pero ya se demostraría que estas faltas que mis amigos y yo cargábamos sobre nuestras espaldas no eran problemas personales, sino los todavía débiles, apenas perceptibles, signos del aniquilamiento que se acercaba y del que hablaré enseguida.Capítulo VI Antes de este gran aniquilamiento me estaba reservado mi encuentro con el judío Manes Reisiger, del que hablaremos más tarde. Era de Zlotogrod, en Galitzia. Poco tiempo después conocí Zlotogrod y lo puedo describir aquí. Esto me parece importante, porque ya no existe, fue destruido en la guerra lo mismo que Sipolje. Era una pequeña ciudad, pequeña pero ciudad al fin y al cabo; hoy es una pradera grande y ancha donde en verano crece el trébol y cantan los grillos en la hierba alta y las lombrices se desarrollan y engordan con grandes anillos, haciendo que las alondras se atropellen y se tiren en picado para comérselas. El judío Manes Reisiger vino a verme una mañana de octubre, tan temprano como un par de meses antes su amigo, mi primo Joseph Branco. —Señorito —dijo Jacques—, un judío quiere hablar con el señorito. Por entonces yo sólo conocía a un par de judíos, judíos vieneses naturalmente; no los odiaba en absoluto, precisamente porque en aquella época el antisemitismo de la nobleza y de mi círculo se había puesto de moda entre los burgueses, los porteros, los deshollinadores y los tapiceros. Este cambio era análogo al de la moda misma, y hacía que la hija de un empleado de ayuntamiento prendiese en su sombrero de domingo la misma pleureuse que una Trautmannsdorff o una Szechenyi llevaba tres años antes los miércoles; e igual de improbable que una Szechenyi se pusiese la pleureuse que adornaba el sombrero de la hija del sirviente del magistrado era que la buena sociedad que yo frecuentaba menospreciase ahora a un judío: simplemente por eso, porque lo hacía mi portero. Fui a la antesala pensando en ver a uno de esos judíos que ya conocía y cuya profesión se delata simplemente con verlos, tanto que casi parecía prefabricada. Conocía a cambistas, vendedores ambulantes, comerciantes de ropa y pianistas de burdeles. Pero en la antesala vi a un hombre que no solamente no respondía en absoluto a la imagen del judío que yo tenía, sino que era todo lo contrario. Era increíblemente negro e increíblemente gigantesco; no se podía decir que su poblada barba, lisa y de un negro azulado, enmarcase el rostro duro, huesudo y atezado, era más bien el rostro el que crecía, emergía de la barba, como si ésta hubiese estado allí antes, incluso antes que el rostro, y esperando durante largos años para enmarcarlo y poblarlo. Era un hombre alto y fuerte, llevaba en la mano una boina negra de paño con visera, y en la cabeza un casquete redondo de terciopelo, parecido a los que llevan algunas veces los clérigos. Estaba de pie, próximo a la puerta, inmenso, tenebroso, como una fuerza poderosa, las manos rojas apretadas colgaban como dos martillos, saliendo de las mangas negras de su caftán. Del remate de piel interior de su boina sacó la carta eslovena de mi primo Joseph Branco, doblada en pliegues pequeños. Le rogué que se sentase pero él rechazó tímidamente con las manos mi invitación, y ese gesto de sus manos me pareció todavía más tímido, porque semejantes manos eran capaces de romper todo lo que había en el cuarto: la ventana, la pequeña mesa de mármol, la percha y hasta a mí mismo. Leí la carta y por ella me enteré de que aquel hombre era Manes Reisiger de Zlotogrod, cochero de oficio, amigo de mi primo Joseph Branco, que en su viaje anual de castañero por los territorios de la monarquía disfrutaba de comida y alojamiento gratis en su casa, en la casa del portador de la carta, y que en nombre de nuestro parentesco y amistad yo estaba obligado a ayudar a Manes Reisiger en todo lo que él me pidiera. ¿Y qué quería de mí Manes Reisiger de Zlotogrod? Pues nada menos que una plaza gratis en el conservatorio para su dotadísimo hijo Ephraim, que no debía hacerse castañero ni desperdiciarse en el lejano oriente de la monarquía; en opinión de su padre, Ephraim era un músico genial. Se lo prometí todo, y pensé en el conde Chojnicki, que de todos mis amigos era el único oriundo de Galitzia y el único capaz de romper el vetusto, tradicional y eficaz poder de contradicción de los viejos funcionarios austríacos con amenazas, violencia, alevosía y perfidia, armas todas ellas de una cultura antigua y largamente prostituida: exactamente nuestro mundo. Por la noche vi al conde Chojnicki en nuestro café Wingerl. Yo sabía muy bien que no había nada en el mundo que le gustase más que poder hacer algún favor a los campesinos de su tierra. No solamente no tenía profesión, sino ni siquiera ocupación. Chojnicki, que podría haber hecho una brillante carrera en el ejército, en la administración, o en la diplomacia, y que lo había rechazado todo por desprecio hacia los idiotas, los majaderos, los matones, todos los que gobernaban el Estado, y a los que a él le gustaba llamar «cabezas de chorlito», sentía un delicado placer en hacer sentir a los consejeros el verdadero poder, que no reside en las dignidades oficiales. Y él, que era siempre tan amable, benévolo y servicial con camareros, cocheros, sirvientes y carteros, y que nunca dejaba de quitarse el sombrero cuando pedía alguna información a algún portero o vigilante, se volvía irreconocible cuando hacía alguna de sus gestiones de protección en la Ballhausplatz, en el Gobierno Civil, o en el Ministerio de Educación y Cultos, porque entonces todo su rostro adoptaba una expresión altanera y glacial; en el portal se mostraba alguna vez condescendiente, e incluso amable, con el portero de librea, pero conforme iba subiendo las escaleras su rechazo a los funcionarios ascendía con cada peldaño, de forma que, cuando llegaba al último piso, daba la impresión de un hombre que había ido allí a celebrar un terrible juicio por lo penal. En algunas oficinas ya le conocían, y cuando decía desde el pasillo, con voz baja y peligrosa: «Anúncieme al consejero», muy raras veces le preguntaban su nombre, pero él volvía a repetir, más bajo todavía si tal cosa era posible: «Anúncieme inmediatamente, por favor», y la palabra «favor» sonaba siempre más alta. Además le gustaba mucho la música, y por esta razón me pareció apropiado pedir su ayuda para el joven Reisiger. Me prometió inmediatamente ocuparse de ello al día siguiente, y se mostró tan servicial que hasta sentí remordimientos de conciencia y le pregunté si no sería mejor poner a prueba el talento del joven Reisiger antes de empezar él sus gestiones, pero se enfadó muchísimo: —Usted conocerá quizás a sus eslovenos —dijo— pero yo conozco a mis judíos de Galitzia. El padre se llama Manes y es cochero como me acaba de contar; el hijo se llama Ephraim, y con esto es suficiente. Del talento del joven estoy completamente convencido, esto lo sé por un sexto sentido, los judíos de Galitzia valen para todo; hace diez años yo no los apreciaba todavía, pero ahora los aprecio muchísimo, porque esos «cabezas de chorlito» han empezado a ser antisemitas. Me tengo que informar de a quiénes compete este asunto, y especialmente si entre ellos hay algún antisemita, porque les voy a incordiar a base de bien con el pequeño Ephraim, y luego me iré por ahí con el padre. Esperemos que tenga un perfecto aspecto judío. —Va vestido con un caftán «semilargo» —dije yo. —Bien, bien —exclamó el conde Chojnicki—, éste es mi hombre. Sabe usted, yo no soy patriota, pero a la gente de mi tierra la quiero mucho. Un país entero, una patria incluso, son cosas abstractas, pero un campesino es algo concreto. Yo no puedo sentir cariño por todos los campos de avena y por todos los trigales, ni por todos los bosques de pinos y todos los pantanos, ni por todas las damas y caballeros polacos; pero sí por un campo determinado, por un bosquecillo, por un pantano, por una persona: à la bonheur! Esto lo veo, lo capto, le hablo en la lengua que me es querida, y precisamente porque es algo individual, el sentido más íntimo de lo familiar. Y por eso hay personas a las que llamo gente de mi tierra, aunque hayan nacido en China, Persia o África. Algunas de ellas me resultan familiares a primera vista, y un verdadero «campesino» es un auténtico regalo del cielo, y además nacido en mi tierra: à la bonheur. Pero esto es una casualidad, lo primero es el destino. Levantó el vaso y exclamó: —¡A la salud de los campesinos, mis campesinos de todas las partes del mundo! Dos días después fui a verle al hotel Kremser con el cochero Manes Reisiger. Manes se sentó justo en el borde de la butaca, inmenso, estático y oscuro, parecía como si no fuera él quien se había sentado allí, sino como si alguien le hubiese puesto en el borde mismo de la butaca y él no fuese capaz por sí solo de ocupar todo el asiento. Excepto las dos frases que repetía de vez en cuando y sin ilación: «Se lo ruego, señores», y «muchas gracias señores», no dijo ni una palabra, y tampoco parecía entender demasiado. En realidad era Chojnicki el que contaba al cochero Manes cosas de Zlotogrod, pues Chojnicki conocía todos los lugares de Galitzia. —Bueno, mañana a las once vamos a resolver el asunto —le dijo. —Se lo agradezco mucho a los señores —dijo Manes. Movía con una mano la boina y con la otra levantaba un poco el casquete para airearlo. Se inclinó otra vez en la puerta que le abría un portero, dándole las gracias y sonriendo de felicidad. Y lo cierto es que un par de semanas más tarde el joven Ephraim Reisiger fue admitido en el conservatorio. El muchacho visitó a Chojnicki y pude observar el aspecto casi siniestro del joven Ephraim; daba la impresión de un adolescente que tiene que formular una queja. Hablaba polaco, y yo, gracias a mi esloveno, pude entender una de cada tres palabras, pero comprendí por las expresiones y miradas del conde Chojnicki que le gustaba la actitud recriminadora e incluso arrogante del joven. —Esto es lo bueno —dijo después de irse el muchacho—, en nuestra tierra la gente no le da a uno las gracias, sino todo lo contrario. ¡Los judíos de Galitzia son gente orgullosa! ¡Mis judíos de Galitzia! Viven en el convencimiento de que sencillamente a ellos se les deben los primeros puestos, y reciben las distinciones y favores con la misma naturalidad que las pedradas y los castigos. Los demás se rebelan cuando se les amonesta, y se ablandan cuando se les hace algo bueno. A mis judíos polacos les afecta lo mismo un castigo que un favor; a su manera son aristócratas, porque lo que distingue a los aristócratas de las demás gentes es la serenidad; ¡y nunca he visto mayor serenidad que la de mis judíos polacos! Decía «mis judíos polacos» con el mismísimo tono que muchas veces, hablando conmigo, decía: «mis posesiones», «mis Van Gogh», «mi colección de instrumentos». Tuve la clarísima impresión de que en parte valoraba tanto a los judíos porque los consideraba de su propiedad. Era como si no hubiesen nacido en Galitzia por la voluntad de Dios, sino por encargo personal suyo al Todopoderoso, igual que cuando encargaba las alfombras persas al conocido comerciante Pollitzer, los papagayos al vendedor de pájaros italiano Scapini, y los instrumentos antiguos y extraños al fabricante de violines Grossauer. Y con el mismo cuidado, con la misma circunspecta generosidad con que trataba a alfombras, pájaros e instrumentos, complacía también a sus judíos; y la cosa llegaba tan lejos que le pareció un deber escribir una carta al padre del arrogante muchacho, al bueno de Manes el cochero, felicitándole por la entrada de Ephraim en el conservatorio, e incluso tenía miedo de que el cochero Manes se le adelantase con una carta de agradecimiento. Pero el cochero Manes Reisiger, lejos de escribir cartas de agradecimiento —y completamente incapaz de darse cuenta del regalo que el destino les había hecho a él y a su hijo en la persona del conde Chojnicki y con mi cercanía— e inclinado más bien a pensar que el talento de su hijo Ephraim era algo tan fuera de serie que el conservatorio de Viena estaba encantado de albergar a un chico como el suyo, me visitó dos días más tarde y empezó así: —En esta vida cuando se quiere algo se consigue. Siempre se lo he dicho a mi hijo Ephraim, y así ha sido. Es mi único hijo y toca el violín maravillosamente, un día tiene que decirle que le toque algo, aunque es muy orgulloso. ¡Sabe Dios si lo hará! Era como si yo tuviese que agradecer al cochero Manes el que se me hubiese permitido conseguir a su hijo una plaza en el conservatorio. —Bueno, ya no se me ha perdido nada en Viena —continuó—; mañana me voy a casa. —Debería usted —le dije— visitar al conde Chojnicki para darle las gracias. —Un conde estupendo —dijo Manes, con reconocimiento—, iré a despedirme de él, ¿ha oído ya tocar a mi Ephraim? —No —dije yo—, debe usted rogarle que lo haga. El tren del cochero Manes Reisiger salía a las once de la noche; serían las ocho cuando se presentó en mi casa pidiéndome, es decir, ordenándome casi, que le llevase al hotel del conde Chojnicki, así que le llevé allí; Chojnicki se mostró muy agradecido, encantado casi, o, todavía más, casi conmovido: —¡Qué maravilla! —exclamó—, viene a verme para darme las gracias. Ya se lo había dicho yo: así son nuestros judíos. Finalmente agradeció al cochero Manes el haberle dado la oportunidad de recibir a un genio mundial. Daba la impresión de que desde hacía diez o veinte años Chojnicki no hubiese hecho otra cosa que esperar al hijo de Manes Reisiger, y de que por fin se hubiese cumplido uno de sus más esperados, anhelados y cuidadosamente guardados deseos. Incluso en el colmo del agradecimiento, le ofreció dinero a Manes Reisiger para el viaje de vuelta. El cochero Manes lo rechazó, y nos invitó a los dos a ir a su casa. Nos dijo que tenía una casa con tres habitaciones, la cocina, una cuadra para el caballo, y un jardín donde dejaba el coche y el trineo. ¡No fuésemos a pensar que él era un cochero de tres al cuarto! Ganaba hasta cincuenta coronas al mes, y si íbamos a verle nos trataría estupendamente y se encargaría de que no nos faltase de nada. Tampoco olvidó recordarnos a Chojnicki y a mí que teníamos que preocuparnos de su hijo Ephraim. —¡A un genio como éste hay que cuidarlo! —dijo al despedirse. Chojnicki le prometió hacerlo, y también dijo que iríamos a Zlotogrod el verano próximo.Capítulo VII Llegado a este punto tengo que hablar de un tema importante que esperaba poder eludir cuando comencé a escribir este libro; no es otro que el de la religión. Yo, como todos mis amigos, no era creyente, nunca iba a misa, pero acostumbraba a acompañar a mi madre hasta la puerta de la iglesia. Mi madre probablemente tampoco creía, pero «practicaba» como vulgarmente se dice. Yo entonces odiaba a la Iglesia, y ahora que soy creyente me doy cuenta de por qué la odiaba; era la moda, por decirlo así, me habría dado vergüenza decirles a mis amigos que había ido a la iglesia. No es que ellos fuesen enemigos de la religión, sino que se trataba de una especie de petulancia que no les permitía reconocer la tradición en la que habían sido educados. En realidad no querían desprenderse de la esencia de la tradición, y a mí me pasaba igual; nos rebelábamos contra las formas de la tradición porque no sabíamos que la forma verdadera es idéntica a la esencia, y que era infantil tratar de separar la una de la otra. Como digo: era infantil, pero también es cierto que nosotros éramos infantiles entonces. La muerte cruzaba ya sus manos huesudas sobre las copas que apurábamos alegre e infantilmente; no la sentíamos, no sentíamos a la muerte, porque no sentíamos a Dios. De todos nosotros, solamente el conde Chojnicki seguía fiel a las normas religiosas, pero no por motivos de fe, sino porque su condición de noble le obligaba a seguir los mandatos de la religión, y nos tenía a los demás por una especie de anarquistas. —La Iglesia de Roma —solía decir— es, en este mundo podrido, la única que da forma, que conserva la forma, sí, también se podría decir que reparte la forma. Ha encerrado en el dogma lo tradicional, el legado del pasado, como en un palacio de hielo, y ha dado a sus hijos la libertad de obrar libremente en torno a ese palacio, que tiene un patio ancho y espacioso; ellos pueden actuar erróneamente, incluso llegar a lo prohibido, pero donde hay pecado saben que también hay perdón. La Iglesia no cuenta con el hombre perfecto, y esto es lo que tiene de eminentemente humano; a sus hijos sin falta les eleva a la categoría de santos; de esta forma admite de forma implícita el pecado, en la medida en que no considera que un ser sea humano si no es pecador: los demás son bienaventurados o santos. De este modo demuestra la Iglesia de Roma su inclinación por la misericordia y el perdón. Piense usted que no hay nada más vulgar que la venganza. No hay nobleza sin generosidad, como no existe la venganza sin vulgaridad. Era el mayor y más inteligente de todos nosotros, el conde Chojnicki, pero nosotros éramos demasiado jóvenes y locos para dar a su superioridad el valor que sin duda merecía. Le escuchábamos con gusto, pero también creíamos que le estábamos haciendo un favor escuchándole. Para nosotros era un hombre mayor, pero más tarde, en la guerra, nos dimos cuenta de cuánto más joven que nosotros era en realidad. Y más tarde, pero mucho más tarde, comprendimos que tampoco nosotros éramos más jóvenes que él, sino que, sencillamente, no teníamos edad. Por decirlo de alguna forma: éramos anormales, sin edad. Y él, en cambio, era completamente normal, digno de sus años, auténtico y bendecido por Dios.Capítulo VIII Un par de meses más tarde recibí la siguiente carta del cochero Manes Reisiger: Estimado señor: Después del honor y los favores que usted me ha dispensado, me permito, muy respetuosamente, comunicarle que le estoy muy, muy agradecido. Mi hijo me escribe que hace progresos en el conservatorio, y toda su genialidad se la tengo que agradecer a usted. Se lo agradezco de todo corazón. Al mismo tiempo me permito rogarle muy respetuosamente que si le fuese posible viniese a visitarnos. Su primo el castañero Trotta siempre, es decir, desde hace diez años, pasa en mi casa todos los otoños. Pienso que le sería agradable vivir en mi casa. Mi casita es pobre, pero amplia. Muy estimado señor: no eche en saco roto esta invitación. ¡Yo soy tan poca cosa, y usted tan importante! Estimado señor: le pido también perdón porque esta carta me la han escrito, ya que yo solamente sé escribir mi nombre. La carta la escribe por mí el escribiente público de nuestra aldea, Hirsch Kiniower, un hombre responsable, digno de confianza y profesional. Suyo afectísimo y seguro servidor, Manes Reisiger Cochero de Zlotogrod Toda la carta estaba escrita con cuidadosa letra de caligrafía, «como impresa» se decía antes de este tipo de escritura, y sólo la firma, el nombre, traicionaba la torpeza enternecedora del cochero. Sólo esta firma me habría bastado para decidirme a organizar mi viaje a Zlotogrod para principios del otoño próximo. Entonces ninguno de nosotros, yo incluido, tenía preocupaciones. Antes de la gran guerra nuestra vida era idílica, y el hacer un bonito viaje al lejano Zlotogrod nos pareció a todos una aventura. Y dado que el héroe de aquella aventura iba a ser yo mismo, se me presentaba también una gran ocasión de aparecer como un tipo estupendo ante mis amigos; y a pesar de que ese viaje aventurero estaba todavía muy lejano, y de que yo iba a ser el único viajero, todas las tardes hablábamos de él como si fuese cuestión de una semana el estar en Zlotogrod, y como si fuésemos a hacerlo todos juntos. Poco a poco este viaje fue convirtiéndose en una pasión, en una obsesión incluso. Empezamos a imaginarnos a la pequeña y lejana Zlotogrod de una forma muy arbitraria, aunque, mientras lo hacíamos, nos dábamos cuenta de que nos estábamos creando una imagen completamente falsa, pero, a pesar de todo, no podíamos dejar de imaginar este lugar que ninguno de nosotros conocía. Es decir, le atribuíamos una serie de peculiaridades que sabíamos por anticipado que eran producto de nuestra fantasía y en modo alguno características de esa pequeña ciudad. ¡Qué tiempos aquellos, tan felices! La muerte cruzaba ya sus manos huesudas sobre los cubiletes que apurábamos. No la veíamos, ni veíamos sus manos. Hablábamos de Zlotogrod tan intensa y apasionadamente que llegué a temer que un día, de repente, pudiese desaparecer, o que mis amigos llegasen a pensar que aquel Zlotogrod se había convertido en algo irreal o incluso inexistente, en una fantasía mía. De pronto me sentí invadido por el anhelo y la nostalgia de Zlotogrod, y del cochero llamado Reisiger. Hacia finales del verano del año 1914 fui a Zlotogrod, después de escribir a mi primo Trotta a Sipolje diciéndole que le esperaba allí.Capítulo IX Como digo, a finales del verano del año 1914 fui a Zlotogrod. Me alojé en el hotel Zum Goldenen Bären, el único de la pequeña ciudad y del que me habían dicho que era al estilo europeo. La estación era diminuta, como la de Sipolje, de la que yo tenía un vago recuerdo. Todas las estaciones de la antigua monarquía austro-húngara se parecen; pequeñas estaciones en pequeños lugares de provincia, amarillas y diminutas como lánguidos gatos que en invierno yacen en la nieve y en verano al sol, igualmente protegidas por los tradicionales tejados de cristal de los andenes y vigiladas por las águilas bicéfalas sobre fondo amarillo. En todas partes, el mismo factor con su gran tripa y su inofensivo uniforme azul, las correas negras cruzadas sobre el pecho, las correas con que se sujetaba la campana, madre de las tres benditas campanadas, una más fuerte que la otra, que anunciaban la salida del tren. También en Zlotogrod, como en Sipolje, en el andén, sobre la puerta de entrada del despacho del jefe de estación, colgaba el negro instrumento de hierro del que, de forma mágica, llegaba el sonido plateado del lejano teléfono, suaves y agradables señales de otros mundos que hacían a uno admirarse de que hubieran podido encontrar refugio en un estuche tan pequeño, aunque pesado; en la estación de Zlotogrod, como en la de Sipolje, el factor saludaba tanto a los que llegaban como a los que se iban, y su saludo era una especie de bendición militar; en la estación de Zlotogrod había el mismo tipo de «sala de espera de primera y segunda clase», la misma cantina con botellitas de licor, la misma cajera rubia y pechugona, y también, a derecha e izquierda de la cantina, dos grandes palmeras que parecían de cartón y que estaban allí desde los tiempos de nuestros antepasados. Y delante de la estación esperaban tres coches de punto, exactamente igual que en Sipolje. Enseguida reconocí al cochero Manes Reisiger. Como era de esperar, fue él quien me llevó al hotel Zum Goldenen Bären. Tenía un bonito coche tirado por dos caballos de color gris plateado, los radios de las ruedas estaban lacados de amarillo y las ruedas equipadas con goma, como las había visto Manes en los buenos comercios de neumáticos de Viena. Por el camino me aclaró que no había renovado su coche tanto en atención a mí, o a mi llegada, como por una instintiva pasión que le hacía observar con gran meticulosidad a sus colegas, los cocheros de Viena, y que le inducía a sacrificar todos sus ahorros en aras del progreso, es decir, a comprar dos caballos nuevos y a poner gomas a las ruedas. El camino de la estación a la ciudad era muy largo, y Manes Reisiger tuvo mucho tiempo para contarme todas las historias que le vino en gana. Sujetaba las riendas con la mano izquierda, y a su derecha tenía la fusta metida en su vaina; los caballos conocían bien el camino y no era en absoluto necesario dirigirles, de modo que Manes no necesitaba ocuparse de ellos y estaba sentado perezosamente al pescante, sosteniendo con despreocupación las riendas flojas; del lado izquierdo se inclinaba hacia mí contándome sus historias. Los dos caballos le habían costado ciento veinticinco coronas, eran caballos del ejército, los dos ciegos del ojo izquierdo y por lo tanto inútiles para objetivos militares, y por eso se los había vendido tan baratos el noveno regimiento de Dragones destacado en Zlotogrod. De todas formas, él, el cochero Manes Reisiger, no los hubiese podido comprar tan fácilmente de no ser porque era el cochero preferido del coronel del noveno regimiento de Dragones. En Zlotogrod había en total cinco coches, pero los cuatro colegas de Reisiger tenían los suyos sucios, sus mulas eran viejas y torpes, las ruedas estaban combadas y los asientos de cuero desflecados, las virutas se filtraban a través del cuero gastado y agujereado, y no se le podía pedir a ningún verdadero señor que se sentase en coches así, y todavía menos al coronel del noveno de Dragones. Yo tenía un encargo de Chojnicki para el jefe de la guarnición, el coronel Földes del noveno, así como para el capitán de distrito, el barón Grappik. Tenía pensado ir enseguida a visitarles, mañana mismo, al día siguiente de mi llegada. El cochero Manes Reisiger quedó silencioso: no tenía nada más que decir, todo lo que era importante en su vida ya me lo había contado; y con todo mantenía la fusta en la vaina, las riendas flojas y descuidadas, y desde el pescante seguía inclinado hacia mí. La sonrisa constante de su boca grande, con los dientes blancos y fuertes asomando entre los negrores nocturnos, casi azulados, del bigote y la barba, recordaban a una luna lechosa entre bosques apacibles. Había tanto calor y tanta bondad en aquella sonrisa, que dominaba incluso la fuerza del paraje llano, extraño y melancólico por el que íbamos. En el camino entre la estación y la pequeña ciudad de Zlotogrod se extendían grandes campos a la derecha y grandes pantanos a la izquierda; era como si, por propia modestia, la pequeña ciudad hubiese preferido quedarse apartada de la estación de ferrocarril que la unía al mundo. La tarde era lluviosa y, como ya he dicho, estábamos a comienzos de otoño; las ruedas de goma del cochero Manes rodaban silenciosas como fantasmas sobre la carretera llana y sin empedrar, pero las pesadas herraduras de los ex caballos militares sonaban con enérgico ritmo en el barro pardusco haciendo saltar grandes pegotes delante de nosotros. Anochecía cuando divisamos las primeras casas; en el centro de una plaza circular, frente a la iglesia, e iluminada por una solitaria y triste farola, se alzaba la única casa de dos pisos de Zlotogrod, el hotel Zum Goldenen Bären, y la solitaria farola parecía un niño huérfano que en vano trata de sonreír a través de sus lágrimas. Aunque me había hecho a la idea de ver cosas extrañas, incluso cosas sorprendentes y lejanas, todo lo que veía ahora me parecía familiar y agradable. Luego, mucho más tarde, mucho tiempo después de la gran guerra llamada «Guerra Mundial», y con razón, creo yo, no precisamente porque tuvo lugar en todo el mundo, sino porque, como consecuencia de ella, todos nosotros perdimos un mundo: nuestro mundo; como decía, mucho más tarde comprendí que incluso los paisajes, los campos, las naciones y las razas, las cabañas y los cafés, están sujetos a una ley natural más fuerte que les permite convertir la lejanía en algo cercano, hacer que lo que es ajeno a uno se convierta en algo familiar, unir lo que tiende a disgregarse. Me refiero al espíritu de la antigua monarquía, mal entendido y desperdiciado, que actuaba de esta forma, y que hacía que yo me sintiese en Zlotogrod tan en casa como en Sipolje o en Viena. El único café de Zlotogrod, que estaba en la planta baja del hotel Zum Goldenen Bären, donde yo me alojaba, no tenía un aspecto muy distinto del café Wimmerl de Josefstadt, en el que acostumbraba a reunirme con mis amigos por las tardes. También aquí, detrás del mostrador, estaba sentada la cajera, tan familiar, tan rubia y rellena como sólo podían serlo las cajeras de cuando yo era joven; una honesta diosa del vicio, un pecado en sí misma, aunque irrealizado, ya que solamente se insinuaba lasciva, perversa y al mismo tiempo terriblemente hábil para los negocios. Este mismo ambiente yo lo había visto ya en Agram, en Olmütz, en Brünn, en Kecskemet, en Szombathely, en Odenburg, en Sternberg y en Müglitz. Los tableros de ajedrez, las fichas de dominó, las paredes manchadas por el humo de las lámparas de gas, la mesa de cocina de la esquina, cerca de los lavabos, la muchacha del delantal azul, el gendarme del casco color amarillo terroso que entraba en cualquier momento, con aire tan autoritario como tímido, dejando disimuladamente el fusil con la bayoneta calada en el paragüero, y los jugadores de naipes con sus barbas al estilo imperial y sus puños postizos redondeados que se reunían todos los días puntualmente a la misma hora: ¡todo esto era patria!, algo más fuerte que un país solamente, más amplio, más múltiple, pero, aun así, familiar y patrio: la monarquía dual: emperador y rey. El capitán de distrito, barón Grappik, y el coronel del noveno de Dragones, Földes, hablaban el alemán nasal militar típico de las clases altas, una forma de hablar dura y al tiempo suave, como si los padres y fundadores de esta lengua hubieran sido eslavos e italianos; una lengua llena de discreta ironía y con cierta graciosa tendencia al cotilleo inocente y a los más divertidos disparates. Apenas había pasado una semana, y yo me encontraba ya en Zlotogrod tan en casa como en Sipolje, Müglitz, Brünn, o en nuestro café Wimmerl en Josefstadt. Como era natural, todos los días me daba un paseo por los alrededores en el coche de mi amigo Manes Reisiger. Realmente el campo era pobre pero estaba lleno de gracia y sencillez. Hasta los estériles pantanos que se extendían en la lejanía me parecían jugosos y entrañables, y era un cántico de gloria a la esencia misma de la vida el coro alegre de las ranas, que sabían mejor que yo por qué las había creado Dios, no sólo a ellas, sino también a su patria, el pantano. Algunas veces, durante la noche, oía los graznidos roncos y frecuentemente interrumpidos de los gansos salvajes volando en lo alto. Los sauces y los abedules conservaban todavía bastante follaje, pero de los grandes e imponentes castaños comenzaban a caer hojas de un amarillo dorado, dentadas y de líneas definidas y cortantes. Los patos andaban picoteando por la mitad de la calle, donde charcos irregulares salpicaban el barro de un gris plateado que nunca llegaba a secarse. Por las noches procuraba cenar con los oficiales del noveno de dragones; mejor dicho, lo que procuraba era beber. Sobre las copas que apurábamos cruzaba ya la muerte invisible sus huesudas manos, pero nosotros no la vislumbrábamos aún. Algunas veces nos quedábamos hasta muy tarde. Por un miedo inexplicable a la noche esperábamos en vela la llegada del día; y aunque digo que era un miedo inexplicable, entonces no nos lo parecía; buscábamos la explicación en el hecho de que éramos demasiado jóvenes para desperdiciar la noche. Sin embargo, como me di cuenta después, a lo que teníamos miedo era al día, mejor dicho, al mediodía, la hora más clara del día. Entonces uno se ve y es visto con claridad, y nosotros no queríamos que se nos viese con claridad. Por la mañana me acercaba a casa de Manes el cochero, precisamente para enfrentarme con esa claridad, como también con el sueño pesado, que yo conocía bien, y que se apodera del hombre después de una noche en vela empinando el codo, como un falso amigo, un mal salvador, un benefactor gruñón, o un protector alevoso. A menudo llegaba hacia las seis de la mañana, en el momento en que Manes acababa de levantarse de la cama. Vivía fuera de la pequeña ciudad, cerca del cementerio, yo necesitaba media hora para llegar hasta allí, y algunas veces llegaba justo cuando acababa de levantarse. Su casita estaba muy solitaria, rodeada de campos y praderas que no eran de su propiedad; pintada de azul y con un tejado de ripia negropardusca, no se distinguía mucho de un ser vivo que no sólo estuviese allí, sino que también pudiera moverse, y el efecto del color azul oscuro de las paredes producía un gran contraste con el verde amarillento y agostante de los alrededores. Cuando traspasaba la cancela roja del jardín de la casita del cochero Manes, veía a éste asomado a su puerta; allí estaba, ante la puerta marrón, con su camisa y sus calzones de tela basta, a pecho descubierto y descalzo, con una jarra de loza parda en la mano de la que bebía sorbos que luego escupía formando grandes arcos al salir de la boca; con su fuerte y poblada barba negra, su ropa ordinaria y su pelo hirsuto, frente al reciente sol del amanecer, hacía pensar en la selva, en el hombre prehistórico, en tiempos remotos, en algo confuso y anacrónico, no se sabía muy bien por qué. Se quitaba la camisa y se lavaba en la fuente, al mismo tiempo que soplaba, chillaba y lanzaba gritos de júbilo; realmente era como una irrupción de tiempos lejanos en plena época moderna. Después se volvía a poner su basta camisa e íbamos uno al encuentro del otro para saludarnos. Este saludo era tan ceremonioso como afectuoso, una especie de rito, y aunque nos veíamos todas las mañanas, este rito era como una confirmación de que yo le tomaba a él por un simple cochero judío, y él a mí por un joven viajero de Viena. Alguna vez me pedía que le leyese las pocas cartas que su hijo le escribía desde el conservatorio, y eran cartas muy breves, pero como él no entendía muy bien el idioma alemán en el que su hijo, Dios sabe por qué motivo, le escribía, y además porque a su tierno corazón de padre no le gustaba el que las cartas fuesen tan cortas, me insistía en que se las leyese muy despacio, y a veces hasta me pedía también que le repitiese las frases dos o tres veces. Tan pronto como entraba en el patio, empezaban a cacarear las aves en el pequeño gallinero, y los caballos relinchaban casi lascivos saludando a la mañana y al cochero Manes; primero abría la cuadra, y los dos caballos blancos asomaban al mismo tiempo sus cabezas por la puerta, y él les besaba como se besa a una mujer, y después iba al cobertizo para sacar el coche y enganchaba a él los caballos; luego abría el gallinero y las gallinas se dispersaban cacareando y extendiendo las alas como si una mano invisible las hubiese diseminado de pronto por todo el patio. También conocí a la mujer del cochero Manes Reisiger, que solía levantarse media hora después que él y me invitaba a tomar una taza de té. Yo lo tomaba en la cocina pintada de azul, delante del gran samovar de hojalata blanca, mientras Manes comía rábanos rallados, pan de cebolla y pepinillos. Había un olor denso e íntimo, doméstico diría yo, y aun cuando nunca había visto un desayuno como éste, todo me gustaba entonces. ¡Era joven!; no era más que eso: ¡yo era joven! También me gustaba la mujer de mi amigo Manes Reisiger, aunque vulgarmente hablando se podría catalogar como fea, ya que era pelirroja y pecosa y tenía el aspecto de un bollo que ha subido demasiado; sin embargo, y a pesar de sus dedos gordos, tenía una forma muy atractiva de servir el té y de preparar el desayuno a su marido. Le había dado tres hijos, dos de los cuales habían muerto de viruela, y algunas veces hablaba de los niños muertos como si todavía estuviesen vivos; era como si no hubiese ninguna diferencia entre los hijos ya enterrados y el que había emigrado al conservatorio de Viena, que a ella le parecía muerto porque se había convertido en algo ajeno a su vida. Vivo, y muy vivo, estaba sin embargo mi primo el castañero, se le sentía por todas partes. Una semana más tarde vendría mi primo Joseph Branco Trotta.Capítulo X Llegó una semana más tarde. Con su mula, su saco de cuero y sus castañas. Moreno, oscuro y vivaz, exactamente igual a como le había visto yo la última vez en Viena, y encontrando completamente natural verme a mí allí. Todavía faltaba mucho tiempo para la buena época de las castañas, pero mi primo había venido un par de semanas antes para verme. Durante el camino de la estación a casa se sentó en el pescante junto a nuestro amigo Manes Reisiger. Al mulo lo había atado con un ronzal a la parte trasera del coche; el saco de cuero, el horno y las castañas los sujetaron a ambos lados del coche. Así entramos en la pequeña ciudad de Zlotogrod, pero sin causar la más mínima sensación, ya que en Zlotogrod se habían acostumbrado a ver aparecer por allí a mi primo todos los años. También parecía que se habían acostumbrado a mí, el forastero perdido. Mi primo Joseph Branco se bajó como de costumbre en la casa de Manes Reisiger. En recuerdo del negocio tan bueno que había hecho el año anterior con la cadena y el reloj, me traía un par de recuerdos folklóricos con los que realmente no supe qué hacer: un cenicero de plata repujada en el que se veían dos puñales cruzados y al viejo santo Nicodemos; un cuenco de latón que a mí me pareció que olía a masa ácida; y un reloj de cuco de madera pintada. Todo esto, dijo Joseph Branco, lo había traído para regalármelo, pero tenía que pagarle los «costes de transporte»; yo comprendí muy bien lo que él entendía por «costes de transporte» y le compré cenicero, cuenco y cuco de madera el día mismo de su llegada. ¡Estaba feliz! Por pasar el tiempo, decía él, pero en realidad para aprovechar cualquier oportunidad que se le presentase de ganar dinero, de vez en cuando intentaba convencer al cochero Manes de que era mejor y más hábil cochero que él, más capaz de atraerse a los clientes, pero Manes no se dejaba convencer a pesar de tanta palabrería, y sin preocuparse de Joseph Branco enganchaba su caballo blanco al coche todas las mañanas temprano y se dirigía a la estación o al mercado, donde también estaban sus colegas, los otros cocheros. Era un bonito y soleado final de verano. Zlotogrod, en realidad, no era una pequeña ciudad, más bien parecía una aldea disfrazada de ciudad, y en ella se desbordaba el aliento fresco de la naturaleza; los bosques, los pantanos y las colinas de que estaba rodeada casi parecían asediar la plaza del mercado, de forma que se podía pensar que tanto el bosque como los pantanos y las colinas entraban en la ciudad con la misma naturalidad con la que cualquier viajero que llegase de la estación entraba al hotel Zum Goldenen Bären. A pesar de todo esto, mis amigos, los empleados de la capitanía de distrito y los señores del noveno de Dragones, se hacían la ilusión de que Zlotogrod era una verdadera ciudad, ya que tenían necesidad de creer que no se encontraban en un lugar perdido en el mundo; y el simple hecho de que Zlotogrod tuviese una estación de ferrocarril les daba una cierta sensación de seguridad, de que no vivían fuera de la civilización en que habían crecido y por la que habían sido mimados. Todo esto les hacía actuar como si les fuese necesario alejarse del aire de la ciudad, que tenía fama de irrespirable, y pasearse en coche al encuentro de bosques, colinas y pantanos, cuando en realidad eran éstos los que venían siempre hacia ellos, porque en Zlotogrod la naturaleza abundaba tanto que casi oprimía. Así es que, un par de veces por semana, yo iba con mis amigos en el coche del cochero Manes a pasear por los famosos alrededores de Zlotogrod. «Excursiones» se solía llamar a estos paseos. A menudo parábamos en la taberna del anciano Jadlowker, un judío viejísimo de barbas plateadas que estaba siempre sentado, inmóvil y medio paralítico delante de la gran puerta de entrada del patio, verde y de dos batientes. Jadlowker parecía un invierno que quisiera disfrutar todavía los últimos bellos días del otoño y llevárselos consigo hacia una eternidad cercana donde ya no hay estaciones. No oía, estaba sordo como una tapia, ni comprendía una palabra; pero en sus ojos oscuros y tristes podía yo apreciar que, de alguna forma especial, él captaba todo lo que los jóvenes sólo perciben con los oídos, y que, en cierto sentido, era sordo voluntariamente y con placer. Las florecillas volaban a su alrededor suaves y tiernas, y el sol plateado, pero todavía cálido, de principios de otoño, iluminaba al anciano, que se sentaba mirando hacia el oeste, al atardecer, la caída del sol, signo de muerte de la tierra, como si esperase que la eternidad, a la que pronto estaría destinado, viniese hacia él en vez de ir él a su encuentro. Los grillos cantaban incansables, incansables croaban las ranas. Una paz inmensa reinaba en este mundo: la paz acre del otoño. Por aquellos días mi primo Joseph Branco, siguiendo fielmente una antigua tradición de los castañeros de la monarquía austro-húngara, instaló un puesto de castañas en la plaza de Zlotogrod. Durante dos días se extendió por toda la pequeña ciudad el olor dulce, denso y caliente de las castañas y manzanas asadas; y luego empezó a llover. Era un jueves; al día siguiente, viernes, apareció el manifiesto pegado en las paredes de todas las esquinas de las calles. Era el manifiesto de nuestro anciano emperador Francisco José y estaba dirigido: «A todos mis pueblos».Capítulo XI Yo era alférez en la reserva, hacía poco menos de dos años que había dejado mi batallón, el veintiuno de Cazadores. Entonces me parecía que nunca iba a haber guerra, pero en el momento en que se nos presentó, inevitable, la reconocí inmediatamente, y creo que también mis amigos se dieron cuenta, rápida, repentinamente, de que más vale una muerte sin sentido que una vida sin sentido. Yo tenía miedo de la muerte. Esto era totalmente cierto, no quería morir en la guerra; pero quería acostumbrarme a la idea de que podría morir. Mi primo Joseph Branco y su amigo el cochero Manes eran soldados en la reserva, también ellos tenían que incorporarse a filas. Aquel viernes por la tarde en el que se anunció el manifiesto del Emperador en todas las paredes, fui como de costumbre al casino para cenar con mis amigos del noveno de Dragones. No podía comprender su apetito, su animación acostumbrada, su inconsciencia ante la noticia de la partida para las zonas orientales de Radziwillow, fronterizas con Rusia. Yo era el único de todos ellos que veía la señal de la muerte en sus rostros inocentes, alegres incluso, y en todo caso impasibles. Era como si se encontrasen en ese estado de euforia que se da tan a menudo en los moribundos, precursor de la muerte; y a pesar de que estaban sentados a la mesa, frescos y sanos, bebiendo licores y cerveza, y a pesar de que yo hacía lo mismo y participaba en sus bromas sin sentido, hubo un momento en que me vi a mí mismo como un médico o un enfermero que ve morir a uno de sus pacientes y se alegra de que el moribundo no sea consciente del momento que se acerca; pero después sentí un malestar, parecido también al que quizá sientan médicos o enfermeros ante el rostro de la muerte y la euforia del moribundo. El momento en que quizá no sepan exactamente si no sería mejor decirle al elegido por la muerte que está a punto de morir, en vez de dejarle que vaya hacia ella sin sospecharlo siquiera. Dejé rápidamente a los señores del noveno de Dragones y me puse en camino hacia la casa del cochero Manes, en la que, como ya he dicho, se hospedaba mi primo Joseph Branco. ¡Qué actitud tan distinta la de ellos!, ¡y cuánto bien me hicieron después de la velada en el casino del noveno de Dragones! Quizá fueran las velas rituales que lucían en el cuarto pintado de azul del cochero judío Manes; velas que se iban consumiendo, hacia su propia muerte, fuertes y seguras, casi alegres. Tres velas de un amarillo dorado metidas en botellas verdes de cerveza. El cochero Manes era demasiado pobre para comprarse candelabros de latón. No eran más que unos troncos de vela, y a mí me pareció que simbolizaban el fin del mundo, que —eso yo lo sabía— se acercaba. El mantel era blanco, las botellas de ese verde oscuro barato que parece anunciar de forma plebeya e insolente la vulgaridad de su embriagador contenido, y los agonizantes cabos de las velas, de un amarillo dorado, oscilaban esparciendo sobre la mesa una luz inquietante y proyectando sombras igualmente inquietantes y oscilantes en las paredes pintadas de azul. En la cabecera de la mesa estaba sentado Manes el cochero, pero no vestía su uniforme diario de cochero como solía, ni la piel de oveja con correaje, ni la boina, sino una larga falda oblonga, y en la cabeza se había puesto un casquete de felpa negra. Mi primo llevaba su chaqueta de cuero de siempre, y, por respeto a su anfitrión judío, un sombrerito tirolés verde. Por algún lugar cantaba estridentemente un grillo. —Ahora tenemos que despedirnos —comenzó a decir Manes el cochero, y con una visión mucho más clara que mis amigos del noveno de Dragones, lleno de seriedad, ennoblecido casi, diría yo, por la muerte, que ennoblece a todos los que la reciben dignamente, continuó—: va a ser una guerra terrible, muy larga, y no se sabe quién de nosotros volverá de ella. Por última vez estoy aquí sentado a la mesa de la cena, junto a mi mujer, y frente a las velas sabáticas: vamos a despedirnos dignamente, amigos míos. ¡Tú Branco, y usted, señor…! ¡Y para celebrar una verdadera y digna despedida, vamos los tres a la taberna de Jadlowker!Capítulo XII La taberna de Jadlowker estaba siempre abierta, día y noche. Era la taberna de los desertores rusos, soldados del Zar a los que los agentes norteamericanos de las líneas marítimas habían convencido con persuasión, con astucias y amenazas, para que abandonasen el ejército y se embarcasen para Canadá; otros habían desertado voluntariamente, pagando a los agentes con sus últimas monedas o con el dinero de sus parientes. Así que la taberna fronteriza de Jadlowker tenía mala reputación. Pero, como todos los locales de fama de aquella zona, disfrutaba del favor de la policía fronteriza austríaca y en cierto modo se encontraba tan protegida como vigilada por las autoridades. Cuando llegamos —llevábamos andando media hora mudos y deprimidos—, la puerta grande y verde de dos batientes estaba cerrada, incluso habían apagado la farola que colgaba en la parte delantera. Tuvimos que llamar y vino a abrirnos Onufrij, el mozo. Yo ya conocía la taberna de Jadlowker, había estado en ella un par de veces y conocía también el acostumbrado bullicio que solía reinar allí; esa particular forma de ruido que causan los que de repente se han quedado sin patria, los desesperados, los que, sin tener un presente y todavía en el camino del pasado, han caído en el futuro, los que salen de un pasado conocido para lanzarse a un futuro totalmente incierto: pasajeros de un barco extranjero desde el momento en que abandonaron la tierra firme por una pasarela tambaleante. Hoy, sin embargo, estaba silenciosa, increíblemente silenciosa. Incluso el pequeño Kapturak, uno de los agentes más celosos y bullangueros, que acostumbraba a ocultar lo mucho que tenía que ocultar de sí mismo y de sus negocios bajo una increíble palabrería comercial, estaba hoy en la esquina, sentado en el banco junto a la estufa, mudo, insignificante como era, doblemente invisible, simple sombra silenciosa de sí mismo. Anteayer precisamente había tenido una «tanda», o, como se decía en su profesión, un «cargamento» de desertores a los que había ayudado a cruzar la frontera, pero ahora el manifiesto del Emperador anunciaba la guerra desde todas las paredes, y la poderosa compañía naviera se veía impotente; el estremecedor trueno de la historia universal había hecho enmudecer al pequeño parlanchín Kapturak, y su violenta luz le reducía a una sombra. Los desertores de Kapturak estaban sentados delante de sus vasos a medio beber, apáticos y mirando al vacío. Antes, todas las veces que había ido a la taberna de Jadlowker pude observar la despreocupación de los que acaban de desertar: bebían un vaso tras otro y siempre pedían más, y yo me fijaba en todo esto con ese placer muy especial del muchacho joven y frívolo que veía en las formas de expresión superficiales de los otros, incluso en las más extrañas, la confirmación de lo legítimo de su inconsciencia. El mismo Jadlowker estaba sentado detrás de la barra como el anuncio vivo de una catástrofe, y se diría que era no ya su mensajero, sino su portador. Daba la impresión de que no tenía la menor gana de servir más vasos por mucho que se lo pidiesen sus clientes. ¿Qué sentido tenía? Mañana, pasado mañana, podían estar allí mismo los rusos. El pobre Jadlowker, que no hacía ni una semana se sentaba tras su barra majestuosamente, con su barbita plateada y puntiaguda, como una especie de alcalde mayor de los taberneros, arropado y seguro tanto por la callada protección de las autoridades como por su notable desconfianza, tenía hoy todo el aspecto de un hombre que se ve obligado a liquidar todo su pasado; como una víctima de la historia universal. Y a su lado, la cajera rellena y rubia parecía haber recibido también el mensaje de la historia universal en un plazo muy corto. De forma repentina, todo lo privado había entrado en el ámbito de lo público; representaba a lo público, lo reemplazaba y lo simbolizaba. Por eso nuestra despedida fue tan corta y tan frustrante. Solamente bebimos un vaso de mosto y tomamos en silencio un par de guisantes salados. De repente mi primo Joseph Branco dijo: —Yo no voy a Sarajevo, ¡me enrolo para Zloczow, junto a Manes! —¡Bravo! —exclamé, sabiendo al decirlo que a mí me hubiese gustado hacer lo mismo que mi primo. Pero yo pensaba en Isabel.Capítulo XIII Yo pensaba en Isabel. Desde que había leído el manifiesto del Emperador sólo tenía dos pensamientos: la muerte e Isabel; todavía hoy no sé cuál de los dos era el más fuerte. Ante la imagen de la muerte habían desaparecido y se me habían olvidado todos mis ridículos temores a la burla absurda de mis amigos. Por fin, por primera vez en mi vida, tenía el valor de reconocer mi llamada «debilidad». Pensaba que la frívola alegría de mis amigos vieneses se habría desvanecido ante el brillo negro de la muerte, y que en la hora de la despedida, de una despedida como ésta, no habría lugar para ningún tipo de sorna. También yo podría haberme presentado al grupo de reserva de la zona de Zloczow, de donde dependía el cochero Manes y a donde quería ir mi primo Joseph Branco; en realidad mi intención era olvidar a Isabel, a mi madre y a mis amigos vieneses, y embarcarme, lo más rápidamente posible, en la primera estación camino de la muerte, es decir, en el grupo de reserva de la zona de Zloczow. Un afecto muy profundo me unía a mi primo Joseph Branco y a su amigo el cochero Manes Reisiger, y con la proximidad de la muerte mis sentimientos se volvían más puros y honrados; era lo mismo que sucede a veces ante una enfermedad grave cuando, de repente, nuestro conocimiento se hace más agudo y nuestras perspectivas más lúcidas, de forma que, a pesar del miedo, la angustia, y el agobiante presentimiento del dolor, experimentamos una orgullosa satisfacción: la de haber conocido por fin la felicidad que se experimenta mediante el sufrimiento y la serenidad del que sabe por adelantado el precio de esa felicidad. Se puede ser muy feliz en el dolor; y yo entonces era muy feliz, incluso ante la gran calamidad que se anunciaba al mundo: la Guerra Mundial. También pude dar rienda suelta a mis sueños febriles hasta ahora reprimidos. Me sentía tan liberado como emprendedor. Sabía perfectamente que prefería a mi primo Joseph Branco y a su amigo Manes Reisiger antes que a todos mis amigos anteriores, exceptuando al conde Chojnicki. Entonces nos imaginábamos la guerra de una forma muy ingenua y bastante frívola; yo por lo menos pensaba que nos enviarían a plazas militares y nos pondrían, si no juntos, por lo menos cerca unos de otros. Yo lo que quería era quedarme junto a Joseph Branco y su amigo el cochero Manes. No había tiempo que perder. En aquellos días, por encima de todo, se sentía la angustia, la amenaza de no tener más tiempo, no había más tiempo, ni un momento más para disfrutar de lo que la vida nos daba todavía, ni siquiera había tiempo para esperar la muerte. No sabíamos si presentíamos la muerte o esperábamos la vida. Para mí y para la gente como yo, fueron aquéllas las horas más intensas de nuestra vida; esas horas en que la muerte no aparece como un foso en el que uno ha de caer irremisiblemente, sino como la orilla del lado opuesto, que anhelamos alcanzar de un salto, sin saber cuánto durarán los segundos que preceden al salto. Como era natural fui a ver a mi madre, y noté que no había esperado volver a verme, pero hizo como si me hubiese estado esperando. Éste es uno de los misterios de las madres: no renuncian jamás a volver a ver a sus hijos, ni a los que creen muertos ni a los que verdaderamente lo están; y si fuese posible que un niño muerto resucitase delante de su madre, ella lo cogería en sus brazos con toda naturalidad como si el niño no volviese del más allá, sino de algún lugar lejano de este mundo. Una madre siempre espera la vuelta de su hijo, lo mismo si ha emigrado a un país lejano que a uno próximo, o a la muerte. Así me recibió mi madre cuando llegué hacia las diez de la mañana. Como de costumbre, estaba sentada en la butaca, delante del desayuno que acababa de terminar, leyendo el periódico, y tenía puestas las gafas anticuadas, ovales y con montura de borde de acero. Cuando llegué se las quitó sin soltar apenas el periódico. —¡Te beso la mano, mamá! —dije, acercándome a ella y quitándole el periódico de la mano. Me eché sobre su regazo, y ella me besó en la boca, en las mejillas, en la frente. —¡Ha estallado la guerra! —dijo como si me estuviese dando una noticia, o como si para ella hubiese estallado la guerra justo en el momento en que yo volvía a casa para decirle adiós. —Sí, ha estallado la guerra, mamá —contesté— y he venido a despedirme de ti, y también —continué después de un rato— para casarme con Isabel antes de ir a la guerra. —¿Por qué tienes que casarte —preguntó mi madre—, si de todas formas tienes que ir a la guerra? También aquí habló como habla una madre. Cuando una madre tiene que dejar a su niño, a lo único que le queda, ir hacia la muerte, quiere también ofrecérselo a la muerte, pero ella sola; sin compartir con otra mujer ni la posesión ni la pérdida. Desde hacía mucho tiempo debía haber intuido que yo amaba a Isabel (ella la conocía bien). Desde hacía mucho tiempo debía temer mi madre perder a su hijo por causa de otra mujer, lo que quizá le parecía peor que perderlo por causa de la muerte. —Hijo —afirmó—, sólo tú tienes derecho a decidir tu propio destino; quieres casarte antes de ir a la guerra y lo comprendo. Yo no soy hombre, no he conocido ninguna guerra, apenas tengo idea de cuestiones militares, pero sé que la guerra es algo terrible y que pueden matarte, por eso ahora tengo que decirte la verdad: no puedo soportar a Isabel. En otras circunstancias nunca te hubiese impedido casarte con ella pero tampoco te habría dicho nunca esto. Cásate y sé feliz si te lo permiten las circunstancias; ¡y pongamos fin a este asunto! ¡Hablemos de otras cosas! ¿Cuándo te incorporas y dónde? Por primera vez en mi vida me quedé perplejo ante mi madre, realmente disminuido. No pude contestarle otra cosa que un vago: «¡Volveré pronto, mamá!», que todavía resuena en mis oídos. —Ven a comer, hijo —dijo ella. Siempre solía decirlo como si no pasara nada en el mundo. —Tenemos filete empanado y Knödel de ciruelas rojas. Esta irrupción repentina de algo tan casero como los Knödel de ciruelas entre los preparativos para la muerte fue para mí una maravillosa manifestación de lo maternal. Mi enternecimiento fue tal que a punto estuve de caer de rodillas ante mi madre; aunque entonces era demasiado joven para mostrar mi ternura sin sentir vergüenza, me di cuenta en ese mismo momento de que hace falta ser completamente maduro, o por lo menos tener mucha experiencia, para mostrar nuestros sentimientos sin inhibiciones. Besé la mano a mi madre como de costumbre, su mano, no la olvidaré nunca: fina, delicada, con venas azules. La luz del mediodía, tamizada suavemente por las cortinas de seda de un rojo oscuro, irrumpía en el cuarto como un invitado silencioso y ceremoniosamente vestido. También la mano de mi madre, totalmente pálida, tenía reflejos rojizos de un tímido escarlata, una bendita mano enguantada de luz transparente al sol de mediodía. El suave cantar de los pájaros en nuestro jardín me pareció entonces tan familiar y tan extraño como la querida mano de mi madre teñida de rojo. —No tengo tiempo que perder —dije después. Y fui a casa del padre de mi querida Isabel.Capítulo XIV En aquella época el padre de mi querida Isabel era un conocido sombrerero, famoso incluso, que, de ser un «consejero del imperio» totalmente corriente, había pasado a ser un barón húngaro igualmente corriente. Las costumbres patentemente ridículas de la antigua monarquía hacían posible que consejeros comerciales de origen austríaco llegasen a ser barones húngaros. La guerra le vino muy bien a mi futuro suegro; era demasiado mayor para ser llamado a filas, pero lo suficientemente joven para que, siendo un serio fabricante de sombreros, se pudiese convertir en apresurado fabricante de gorras de soldados, que producen mucho más y cuestan mucho menos que los sombreros de copa. Era el mediodía, daban las doce en el ayuntamiento cuando yo entraba en su casa, y él acababa de volver de una de sus diligentes visitas al Ministerio de Defensa. Le habían encargado medio millón de gorras de soldado. De esta forma, me dijo, también él, viejo e inútil, podría servir a la patria; al mismo tiempo que decía esto se acariciaba una y otra vez las patillas de un rubio grisáceo, como si quisiera acariciar al mismo tiempo las dos mitades de la monarquía. Era alto, fuerte y pesado, y me recordaba a un alegre tipo de ganapán que se ha echado sobre sus espaldas la carga de fabricar medio millón de gorras, y a quien dicha carga, lejos de abrumarle, le sirve de alivio. —¡Como es natural, usted se incorpora! —dijo, con voz alegre—, ¡creo adivinar que mi hija le va a echar de menos! En ese momento sentí que me iba a ser imposible pedirle la mano de Isabel, y con la precipitación de quien pretende hacer posible lo imposible, con la prisa misma de la muerte, que me acechaba cada vez más de cerca, obligándome a gozar con toda intensidad de lo poco que quedaba de mi pobre vida, dije al sombrerero, con desenfado y precipitadamente: —Tengo que ver inmediatamente a su hija. —¡Mi joven amigo! —contestó él—, ya sé: usted quiere pedir su mano, y sé que Isabel no dirá que no. ¡Vamos, tome usted primero la mía, y considérese como mi hijo! Al mismo tiempo me tendía su mano, grande, blanda y demasiado blanca. Se la cogí y tuve la sensación de tocar una especie de masa desconsolada. Era una mano sin fuerza y sin calor, confirmaba que la palabra «hijo» era una mentira, incluso la contradecía. Llegó Isabel, y el sombrerero me ahorró todas las palabras: —El señor Trotta se va a la guerra —dijo mi suegro, lo mismo que hubiese podido decir: se va de vacaciones a la Riviera—, y antes quiere casarse contigo. Hablaba con el mismo tono que hubiese podido usar una hora antes para hablar de gorras en la sección de uniformes del Ministerio de la Guerra. Pero Isabel estaba allí, su sonrisa estaba allí, saliendo al tiempo de ella y acercándoseme, una luz que nacía en ella, al parecer eterna, renovada siempre en sí misma, una felicidad de plata, que parecía sonora y era callada. Nos abrazamos y nos besamos por primera vez, con ardor, sin vergüenza a pesar de la presencia de su padre, con la sensación deliciosa y atrevida de tener un testigo de nuestro secreto. Tuve que irme, no tenía tiempo, la muerte iba en pos de mí; yo era ya más hijo suyo que del sombrerero. Tenía que ir a mi batallón veintiuno, en la Landstrasser Hauptstrasse, y corrí, sin detenerme, de sus brazos al mundo militar, del amor al aniquilamiento. Mi corazón gozaba de las dos cosas con la misma fuerza. Llamé a un cochero y me dirigí al cuartel. Allí me encontré con un par de compañeros. Algunos de ellos venían también, como yo, de unos brazos.Capítulo XV Venían directamente de unos brazos, y era como si acabasen de cumplir los mayores deberes de la guerra. Se habían concertado las bodas; todos tenían alguna muchacha con la que casarse, aunque no se tratase de una prometida oficial, sino de una novia casual, una de las muchas que tenía entonces la gente de nuestro estilo; llegaban de lugares desconocidos, de profundidades inexplorables, volando como mariposas nocturnas que entran por las ventanas abiertas en las noches de verano y revolotean sobre la mesa, la cama, la chimenea; ligeras, fugitivas, generosas; delicados regalos de una espléndida y fugaz noche. Si la paz hubiese continuado, todos nos hubiésemos resistido a contraer un compromiso oficial con una mujer. Sólo el heredero del trono tenía que casarse a una edad apropiada. A los treinta años nuestros padres eran ya personas llenas de dignidad, administradores de sus casas, y a menudo padres de una familia numerosa, pero en nuestra generación, destinada a la guerra desde su nacimiento, el instinto de la procreación se había extinguido patentemente, no teníamos deseo alguno de continuarnos en nuestros hijos. La muerte cruzaba sus manos huesudas, no sólo sobre las copas que apurábamos, sino también sobre los lechos donde dormíamos con mujeres. Y por eso también eran nuestras mujeres tan pasajeras. Nunca era el placer tan grande que nos hiciese volver a él. Pero ahora la guerra nos llamaba repentinamente para alistarnos en nuestros comandos de reserva de distrito, y nuestro primer pensamiento no era el de la muerte, sino el del honor y el peligro, hermano suyo. El sentido del honor es también un narcótico, y adormecía en nosotros el miedo y los malos augurios. Cuando los moribundos hacen testamento y ponen en orden todas sus cosas de este mundo, puede que les sobrecoja un estremecimiento; ¡pero nosotros éramos jóvenes y respirábamos vida por todos los poros de nuestro cuerpo! No sentíamos ningún estremecimiento, ningún verdadero estremecimiento, aunque nos gustaba y nos adulaba el producirlo en los que se quedaban; hacíamos testamento por arrogancia, y por arrogancia nos casábamos a toda prisa, con un apresuramiento que desde el principio no expresaba ni una consideración seria ni arrepentimiento alguno. El matrimonio nos hacía parecer más nobles de lo que ya éramos simplemente por ofrecer nuestra sangre, hacía que la muerte, a la que realmente temíamos, pero que en cualquier caso preferíamos a una atadura de por vida, nos pareciese menos fea y temible. En cierto modo descartábamos nuestra vuelta, y el atormentado e inolvidable ímpetu con que nos lanzamos a las primeras y tristes batallas se nutría del miedo al retorno a una «vida doméstica» con muebles destartalados, mujeres que van perdiendo su encanto, y niños encantadores que llegan al mundo como ángeles y van creciendo y convirtiéndose en seres extraños y hostiles: eso no lo queríamos ninguno de nosotros. El peligro era inevitable, pero lo endulzábamos casándonos y armándonos para ir a su encuentro como a una patria todavía desconocida, pero que ya nos hacía amistosas señas de bienvenida. Sin embargo, a pesar de que me daba cuenta de que mis sentimientos eran iguales a los de mis compañeros, el alférez de reserva Bärenfels, el teniente Linck, el barón Lerch, el aspirante a cadete Dr. Brociner, cuando comparaba a éstos con mi primo Joseph Branco y con su amigo judío Manes Reisiger el cochero, todos aquéllos me parecían superficiales, frívolos, faltos de compañerismo e indignos de la muerte hacia la que se encaminaban y de los testamentos y bodas que se proponían arreglar. Por supuesto que yo amaba a mi veintiuno de Cazadores, el antiguo Ejército Imperial y Real tenía un patriotismo muy típicamente suyo: un patriotismo regional, un patriotismo de regimiento o batallón. Durante el servicio, y más tarde en las maniobras militares de todos los años, yo me había formado, militarmente hablando, con el teniente Marek, el cabo Türling, y el cabo segundo Alois Huber. En el mundo militar uno crece y se desarrolla por segunda vez, y de la misma forma que uno crece y aprende a andar siendo niño, se aprende también a marchar como soldado; nunca olvidamos a los reclutas con los que hemos aprendido la marcha, la limpieza y la forma de coger un fusil, a organizar la mochila, a doblar la manta de forma reglamentaria, a enrollar el capote, a limpiar las botas, la guardia nocturna, la parte segunda del reglamento de servicio, y las definiciones: subordinación y disciplina, reglamento de servicio, parte primera. Nunca se olvida esto; ni tampoco la pradera, junto al río, donde se aprende a marchar con los codos hacia arriba, ni los ejercicios físicos, al final del otoño, en una niebla gris que se mete entre los árboles y convierte cada abeto en una viuda gris azulada, ni el claro del bosque ante nosotros, donde enseguida, después del descanso de las diez, empezarán los ejercicios de entrenamiento, los idílicos mensajeros de la sangrienta guerra. No, eso nunca se olvida: la pradera junto al río, la pradera del veintiuno, era mi patria. Mis compañeros estaban muy animados. Estábamos sentados en la pequeña taberna, que, en realidad, al principio, o en su origen, por decirlo así, no había sido taberna, sino una tienda normal donde se podían comprar galones, estrellas, fajines, escarapelas y cordones para los zapatos. A lo largo de los años, de los increíblemente largos años en que estuvo instalado allí nuestro cuartel del veintiuno de cazadores, convirtiéndose en algo familiar y acogedor en la comarca, la tienda había ido transformándose en una pequeña taberna. Las llamadas «piezas de pasamanería» estaban todavía en los cajones de detrás del mostrador, y en la semipenumbra de la tienda, más que a sidra o a licores o a reserva de Gumpoldskirchner, olía siempre a cajas de cartón donde había estrellas de caucho blanco o seda dorada, escarapelas para los empleados militares y galones que tenían aspecto de pequeños ramilletes de llovizna dorada. Delante del mostrador había tres o cuatro pequeñas escarapelas, las mismas que en nuestra juventud, y éramos nosotros quienes las habíamos comprado; la concesión de servir alcohol la había obtenido el dueño de la tienda, el pasamanero Zinker, gracias a la influencia del jefe de nuestro batallón, el comandante Pauli; los civiles no estaban autorizados para beber en la tienda del pasamanero, cuya licencia de alcohol era exclusivamente para los militares. Estábamos sentados otra vez, todos juntos, en la tienda del pasamanero, como en otros tiempos, y la despreocupación con que mis compañeros celebraban la victoria futura, la misma con que años atrás brindaban por el próximo examen para obtener el título de oficial, me hirió profundamente. Entonces, la idea profética de estar en condiciones de superar el examen de oficiales pudo ser muy fuerte, pero no podía compararse con una guerra. Ellos habían crecido demasiado mimados en la Viena sostenida por los demás países de la monarquía, inocentes, hijos ridículamente inocentes de la mimada y celebrada ciudad, capital y sede del gobierno, que, semejante a una araña brillante y tentadora, se asentaba en medio de una poderosa red de un amarillo negruzco, recibiendo ininterrumpidamente la fuerza, la savia y el brillo de los países de alrededor; de los impuestos que pagaban, viviendo miserablemente, mi pobre primo, el castañero Joseph Branco de Sipolje, y el cochero Manes Reisiger de Zlotogrod, vivían las orgullosas casas del Rin, que pertenecían a la ennoblecida familia judía Todesco, y los edificios oficiales, el Parlamento, el Palacio de Justicia, la Universidad, el banco hipotecario, el Teatro Real, la Ópera, e incluso la dirección de policía. La multicolor alegría de la capital y sede del gobierno del imperio se alimentaba —mi padre lo decía frecuentemente— del trágico amor a Austria de los países de la corona: trágico porque era eternamente no correspondido. Los gitanos de la gran llanura húngara, los Huzulen de Subcarpatia, los cocheros judíos de Galitzia, mis propios parientes, los castañeros eslovacos de Sipolje, los plantadores de tabaco suavos de Bacska, los criadores de caballos de la estepa, la Sibersna osmana, la gente de Bosnia y Herzegovina, los comerciantes de caballos de Hanakei, en Moravia, los tejedores de Erzgebirge, y los molineros y comerciantes de coral de Podolia; todos éstos eran los generosos proveedores de Austria, y cuanto más pobres, más generosos. Tanto dolor, tanta tristeza ofrecidos voluntariamente, como si de lo más natural se tratase, como si se diese por sobreentendido, para que el centro de la monarquía mundial apareciese como la patria de la gracia, de la alegría y del genio. Nuestro favor crecía y florecía, pero la tierra estaba abonada con dolor y luto. Mientras estábamos allí sentados yo pensaba en Manes Reisiger y Joseph Branco. Seguro que ninguno de los dos quería ir a la muerte tan frívolamente, a tan graciosa muerte como mis compañeros de batallón. Ni yo tampoco, ¡yo tampoco! Quizás en aquel momento fuese yo el único que sentía las tinieblas del porvenir, y quizá fue por esto por lo que, ante mi propia sorpresa, me levanté de repente y dije: —Queridos compañeros, yo os aprecio mucho, como debe ser siempre entre compañeros, especialmente en un tiempo en el que la muerte está cerca —aquí no pude continuar. Se me paralizó el corazón y la lengua se me trababa. Me acordé de mi padre, y, Dios me perdone el pecado, mentí, poniendo en boca de mi padre muerto algo que nunca había dicho. Continué—: Fue uno de los últimos deseos de mi padre que, en caso de una guerra, que él en los últimos tiempos ya había intuido, yo no me alistase en mi querido veintiuno, sino en el regimiento donde sirve mi primo Joseph Branco. Todos guardaron silencio. Nunca en mi vida había sentido un silencio como aquél. Fue como si yo les hubiese robado toda su frívola alegría por la guerra; un aguafiestas, ¡un aguafiestas de la guerra! Comprendí claramente que no tenía nada más que hacer allí, me levanté y les estreché la mano a todos. Todavía siento las manos frías y desencantadas de mi veintiuno; sentí una gran tristeza, pero yo quería morir con Joseph Branco, mi primo el castañero, y con Manes Reisiger, el cochero de Zlotogrod, y no con bailarines de vals. Así perdí por primera vez mi primera patria, mi veintiuno, y «nuestra pradera junto al río», en el Prater.Capítulo XVI Todavía tenía que visitar al amigo de Chojnicki, el teniente coronel Stellmacher, en el Ministerio de la Guerra. Mi traslado al regimiento de reserva 35 no debía durar más tiempo que el estrictamente preciso para hacer los preparativos de mi boda. Me gustaba tener que gestionar al mismo tiempo dos asuntos tan diversos y complicados, el uno apresuraba al otro, los dos me aturdían, y en todo caso me impedían por igual justificar mi terror a tomar decisiones. En aquellos momentos lo único que yo pensaba era que «todo había que hacerlo deprisa»; tampoco quería saber exactamente por qué, o con qué objeto. Pero en lo más hondo de mí mismo, un murmullo semejante al de la lluvia mansa, que se percibe en el sueño, me susurraba que mis amigos Joseph Branco y Reisiger se dirigían hacia el oeste, a través de Dios sabe qué carretera embarrada de Galitzia oriental, perseguidos por los cosacos. Quién sabe, quizás estaban ya heridos o muertos. En ese caso, yo quería por lo menos servir en su regimiento en recuerdo suyo. ¡Qué joven era yo entonces! ¡Y qué poca idea teníamos de lo que era una guerra! ¡Con qué facilidad me imaginaba que a mí me había tocado la responsabilidad de contar a los componentes del treinta y cinco cosas sobre sus compañeros muertos, Trotta y Reisiger, anécdotas verdaderas, y otras un poco inventadas, para que nunca les olvidasen! En el treinta y cinco servían campesinos humildes, sargentos que hablaban un alemán oficial que parecía una excrecencia sobre su lengua madre eslava, como los distintivos de los puños, galones de un amarillo dorado sobre campos de un verde oscuro; y sus oficiales no eran los alegres niños mimados de nuestra alegre sociedad vienesa, sino hijos de obreros, carteros, gendarmes, agricultores, arrendatarios, comerciantes de tabaco. Para mí, entonces, el ser acogido entre ellos significaba tanto como para alguno de ellos un traslado al noveno de Dragones de Chojnicki. Era ese tipo de ideas que se califican desdeñosamente de «románticas», pero, contempladas a distancia, lejos de avergonzarme de ellas sigo manteniendo que ese tiempo de mi vida, el de las ideas románticas, me acercó más a la realidad que otro en que tuve que imponerme violentamente ideas nada románticas. ¡Qué tontas son esas ideas preconcebidas!, se aceptan, pero creo haber observado siempre que el llamado hombre realista está en el mundo sin apercibirse de ello, como un muro de cemento y hormigón, y el llamado romántico es, en cambio, como un jardín abierto donde la verdad entra y sale a voluntad… Tenía que ir a ver al teniente coronel Stellmacher. En nuestra antigua monarquía, un traslado del ejército a la guardia territorial, lo mismo que de Cazadores a Infantería, era casi un acto militar de Estado, no más difícil, pero sí tan complicado como obtener el mando de una división. Además, en mi perdido mundo, es decir, en la antigua monarquía, todavía existían leyes no escritas: preciosas, preciadas, desconocidas, benditas y fiables leyes, más respetables y auténticas que las escritas, y bien conocidas por los iniciados; esas leyes decían: de cada cien solicitantes, siete verán satisfechos sus deseos rápidamente y sin complicaciones. Ya sé que los bárbaros de la justicia absoluta se indignan todavía por esto, y todavía nos increpan llamándonos aristócratas y estetas, pero a cada minuto que pasa yo veo que ellos, los que no son ni aristócratas ni estetas, han allanado el camino a sus hermanos, los bárbaros de la justicia estúpida y plebeya. Existe también una semilla de dragón de la justicia absoluta. Pero entonces yo no tenía, como vulgarmente se dice, ni ganas ni tiempo para pensar. Fui a ver a Stellmacher por el largo pasillo donde esperaban altos oficiales, coroneles y comandantes, entrando sin más por puertas donde se leía: «Prohibida la entrada»; yo, un pobre e insignificante alférez de cazadores. —¡Servus! —saludó Stellmacher antes de mirarme. Estaba sentado, inclinado sobre unos papeles, y sabía muy bien la confianza con que podía saludar a la gente que, como yo, entraba así por puertas prohibidas. Vi su pelo fuerte y gris como el de un cepillo, la frente amarillenta cruzada por mil arrugas distintas, sus ojos pequeños y hundidos que parecían no tener pestañas, las mejillas enjutas y de pómulos salientes y el bigote de un negro casi sarraceno, que le caía lacio y en el que Stellmacher parecía haber concentrado toda su arrogancia de forma que no se le notase arrogancia alguna en su vida privada o en su profesión. La última vez que le había visto fue en la confitería Dehmel; era por la tarde, hacia las cinco, y él estaba con el consejero Sorgsam del Ballhausplatz; todavía no teníamos ni la más leve idea de la guerra. El mes de mayo, el mayo oficial de Viena, se esponjaba en las pequeñas tazas doradas ribeteadas de plata, aleteaba sobre los cubiertos, sobre las barritas infladas de chocolate relleno, los pasteles de crema rosa y verde que hacían pensar a uno en pequeñas y comestibles joyas; en medio de este mayo, el consejero Sorgsam dijo: —¡No habrá guerra, amigos! El teniente coronel miraba ahora sus papeles de forma distraída; ni una vez me miró a la cara, fijándose sólo en mi uniforme, galones, sable, lo suficiente para decir otra vez «¡servus!», y enseguida: —Siéntate un momento. Finalmente me miró con mucho detenimiento: —¡Tienes mucho garbo! ¡No te habría reconocido! Vestido de civil pareces un poco flojo de rodillas. —Pero no era ésta la voz profunda y sonora de Stellmacher que yo conocía desde hacía muchos años; y su buen humor era también forzado. Antes no habría salido nunca de la boca de Stellmacher una palabra frívola, se le hubiese enredado en la brillante maraña de su bigote negro, hundiéndosele allí silenciosamente. Enseguida le expuse mi situación, también intenté aclarar el porqué de mi deseo de trasladarme al treinta y cinco. —Si es que los encuentras —dijo Stellmacher—, hay malas noticias. Dos regimientos prácticamente aniquilados, una retirada catastrófica. ¡Nuestros superiores nos habían preparado pero que muy bien! Vete allí y mira a ver si encuentras a tus dos del treinta y cinco. Cómprate un par de estrellas, se te traslada con el grado de teniente. Me alargó la mano por encima de su escritorio. Sus ojos claros, casi sin pestañas, de los que no se podría creer que alguna vez hubiesen sido vencidos por el sueño, la modorra o el cansancio, me miraron distantes, extraños, desde una distancia helada, nada tristes, sino de una forma más triste que la tristeza, es decir, desesperados. Intentó sonreír, su gran dentadura postiza relució doblemente blanca bajo el bigote sarraceno: —Ponme alguna postal —dijo, inclinándose de nuevo sobre los papeles.Capítulo XVII Por aquellos días, los párrocos se veían obligados a trabajar tan deprisa como los panaderos, los fabricantes de armas, las líneas de ferrocarriles, los fabricantes de gorras, y los sastres de uniformes. Nosotros queríamos casarnos en la iglesia de Döbling, donde todavía estaba el sacerdote que había bautizado a mi prometida; mi suegro, como casi todos los proveedores del ejército, era muy sentimental. El regalo de compromiso fue en realidad mi madre quien lo hizo, pues yo nunca pensé que fuera imprescindible. Cuando llegué a comer yo ya había olvidado los Knödel y mi madre estaba sentada a la mesa; le besé la mano como siempre y ella me besó la frente, mandé al criado que encargase puños verde oscuro y estrellas de teniente a Urban el pañero. —¿Te han trasladado? —preguntó mi madre. —Sí mamá, al treinta y cinco. —¿Dónde es? —En Galitzia oriental. —¿Te vas mañana? —Pasado mañana. —¿Mañana es la boda? —Sí, mamá. En nuestra casa teníamos por costumbre alabar la comida mientras almorzábamos, incluso cuando no estaba muy lograda, y no hablábamos de otra cosa. Tampoco el elogio podía ser un comentario banal, sino, más bien, algo audaz y rebuscado. Por ejemplo: yo decía que la carne me recordaba a otra que había comido hacía seis u ocho años, y precisamente un martes; y que las coles al eneldo estaban exactamente como entonces, muy bien conjuntadas con la carne. Ante los Knödel de ciruela, fingí quedarme sin habla. —Por favor, hazme otros exactamente igual a éstos en cuanto vuelva —le dije a Jacques. —Como usted mande, señorito —contestó el viejo. Mi madre se levantó antes de tomar el café, lo que era inusual en ella, y trajo de su gabinete dos estuches de piel roja oscura que yo había visto y admirado muchas veces, pero por cuyo contenido nunca me había atrevido a preguntar; siempre había sentido curiosidad, y ahora me encantaba ver que por fin se me iban a desvelar simultáneamente estos dos secretos impenetrables. Uno de los estuches, el pequeño, tenía un retrato de mi padre en esmalte, rodeado de un marco dorado. Su enorme bigote, sus ojos negros y brillantes, casi fanáticos, la pesada corbata cuidadosamente anudada varias veces, y el cuello duro y alto, hacían que me pareciese un extraño, éste era su aspecto antes de nacer yo, y así era él para mi madre, vivo, querido y familiar. Yo soy rubio y de ojos azules. Mis ojos han sido siempre escépticos y tristes, ojos sabedores, nunca confiados y fanáticos. Pero mi madre dijo: —Eres exactamente igual que él, llévate el retrato. Le di las gracias y lo guardé. Mi madre era una mujer inteligente y aguda, y entonces es cuando me di cuenta de que nunca me había visto como yo era en realidad. Sin duda me quería mucho, pero a quien quería era al hijo de su marido, no a su hijo. Ella era una mujer, y yo la herencia de su amado, de cuya sangre me había formado el destino, mientras que su seno sólo había intervenido en ello por casualidad. Abrió el segundo estuche. Sobre un terciopelo de nieve yacía una gran amatista violeta tallada hexagonalmente, sostenida por una cadena de oro delicadamente trenzada, cuyo contraste daba a la piedra un aire majestuoso. Era como si no colgase de la cadena, sino que se hubiese apropiado de ella y la llevase en su compañía, como a una esclava débil y sumisa: —Para tu prometida, llévaselo hoy. Besé la mano de mi madre y me guardé el estuche en el bolsillo. En ese mismo momento, nuestro criado anunció una visita; eran mi suegro e Isabel. —¡Páselos al salón! —ordenó mi madre—, ¡el espejo! —Jacques le dio el espejo oval de mano. Ella, impasible, escrutó un gran rato su rostro. En aquella época las señoras no necesitaban arreglarse el vestido, pintarse o darse polvos, o arreglarse el pelo con peinetas, ni con los dedos siquiera. Era como si mi madre, mediante su mirada al espejo, ordenase tanto al cabello como al rostro y al vestido mantener una rígida disciplina. De repente, y sin mover siquiera una mano, se desvaneció todo el ambiente íntimo y familiar, y yo mismo me sentí como un huésped en casa de una señora mayor y extraña. —Vamos —dijo—, dame el bastón. El bastón, de madera fina de ébano con puño de plata, estaba apoyado en la silla. Ella no lo necesitaba para apoyarse, sino como signo de dignidad. Mi suegro vestía un traje oscuro y llevaba las manos, más que enguantadas, armadas de guantes. Isabel iba con un vestido de cuello alto y cerrado color gris plata, y una cruz de diamantes sobre el pecho; parecía más alta y estaba tan pálida como el alfiler de plata mate que llevaba sobre la cadera izquierda. Cuando entramos nosotros, los dos estaban en pie, derechos, casi estáticos. Mi suegro se inclinó e Isabel trató de hacer una pequeña reverencia; yo la besé despreocupadamente, la guerra me había liberado de todas las ceremonias obligadas y superficiales. —Perdonen ustedes la irrupción —dijo mi suegro. —Es una visita muy agradable —corrigió mi madre, mientras observaba a Isabel. Mi suegro bromeaba: en un par de semanas yo estaría de vuelta. Mi madre se había sentado en una pequeña y dura silla rococó, erguida, como si estuviese acorazada: —Los seres humanos —dijo— saben siempre cuándo se van, pero nunca cuándo van a volver. Y diciendo esto miraba a Isabel. Dio orden de que sirvieran en el salón café, licores y coñac, y no sonrió un solo instante. En un determinado momento echó una mirada al bolsillo de la camisa donde yo había guardado el estuche con la amatista; lo entendí, y sin pronunciar palabra ceñí la cadena al cuello de Isabel. La piedra quedó colgada sobre la cruz, e Isabel, sonriendo, se dirigió hacia el espejo, y mientras mi madre hacía una señal de aprobación, se quitó la cruz. La amatista, de un violeta intenso, resplandecía sobre el vestido gris plata. Parecía sangre helada sobre un fondo de hielo. Yo me di media vuelta. Nos levantamos, mi madre abrazó a Isabel sin besarla. —Vete tú con los señores —me ordenó—, y ven esta noche, quiero saber la hora de la boda, hay tenca au bleu para cenar —y haciendo un saludo con la mano, lo mismo que las reinas saludan con el abanico, desapareció. Mi suegro conducía el coche (me dijo la marca pero yo no la retuve), y ya dentro de él me enteré de que en la iglesia de Döbling estaba todo preparado. La boda sería probablemente a las diez de la mañana, pero la hora todavía no estaba confirmada; los testigos serían Zalinsky y Heidegger; la ceremonia, sencilla: —Casi castrense —dijo mi suegro. Por la noche, mientras comíamos la tenca au bleu despacio y con precaución, mi madre, por primera vez en su vida desde que era la señora de su casa, empezó a hablar de los llamados asuntos serios durante la cena. Yo había comenzado a elogiar la tenca, pero ella me interrumpió: —Quizá sea ésta la última vez que estamos sentados juntos —dijo. No dijo más, aunque luego añadió: —¿Sales para despedirte? —Sí, mamá. —Hasta mañana, adiós. Y se retiró sin volver la cabeza. Claro que fui a despedirme, mejor dicho, anduve deambulando de un lado para otro; aquí y allá me encontraba con algún conocido, y la gente por la calle iba gritando cosas incomprensibles, pero antes de que pudiese darme cuenta del significado de esos gritos ya se habían desvanecido. De vez en cuando se oía la música de la marcha de Radetzky, la Deutschmeistermarsch, y el Heil du, mein Österreich! Eran orquestinas de gitanos que tocaban en pequeños locales populares donde se bebía cerveza. Cuando entré, un par de subalternos se levantaron, y los civiles también me saludaron con sus «bocks» de cerveza. Me di cuenta de que yo era la única persona triste en toda la ciudad, y de que por eso me encontraba extraño en ella. Sí: mi querida ciudad se alejaba de mí, me volvía la espalda cada vez más; y las callejas y los jardines, cuanto más animados y ruidosos, más muertos me parecían ya: ¿cómo los vería después, después de la guerra, y después de nuestra vuelta a casa? Estuve deambulando hasta las horas grises del amanecer, luego tomé una habitación en el antiguo Bristol y dormí un par de horas, cansado, calenturiento, luchando sin descanso contra pensamientos, planes y recuerdos, después me fui al Ministerio de la Guerra, donde me dieron una respuesta favorable, y de ahí a nuestro cuartel de la Landstrasser Hauptstrasse a despedirme del comandante Pauli, jefe de nuestro batallón. Allí recibí una «orden abierta» en la que se me denominaba teniente Trotta. En Döbling, a donde me dirigí con toda rapidez, me enteré de que la boda se celebraría a las diez y media, de modo que fui a ver a mi madre para decírselo; luego fui a ver a Isabel. Habíamos pensado que Isabel me acompañase durante una parte del camino. Mi madre me besó en la frente como de costumbre y subió al coche, dura y fría, rápidamente, a pesar de que sus movimientos normalmente eran muy pausados. El coche era un coche cerrado, y antes de que se pusiese en movimiento pude observar que mi madre bajaba con fuerza la persiana de la ventanilla. Me di cuenta de que allí dentro, en la penumbra del cupé, se había echado a llorar. Mi suegro nos besó a los dos alegre y despreocupado, él siempre guardaba en su garganta mucha palabrería superflua que le salía alocada, disipándose rápidamente como un manojo de olores. Nos fuimos un poco bruscamente: —Os dejo solos —nos gritó. Isabel no me acompañaba al este. A donde fuimos fue a Baden. Teníamos dieciséis horas: largas, colmadas y plenas, cortas y fugaces horas.Capítulo XVIII ¡Dieciséis horas! Desde hacía más de tres años yo amaba a Isabel, pero los tres años transcurridos me parecieron cortos en relación con estas dieciséis horas; debiera haber sido lo contrario, pero lo prohibido es siempre fugaz y a lo permitido se le concede, en cambio, la permanencia por añadidura. Además me parecía que, aunque Isabel no había cambiado, estaba a punto de hacerlo. Pensé en mi suegro y encontré un par de semejanzas entre los dos, ciertos movimientos de las manos, heredados indudablemente de él. Eran refinados y lejanos ecos de los movimientos del padre. Durante el viaje a Baden en el tren eléctrico, algunas de sus actuaciones casi me hirieron un poco. Por ejemplo: apenas había arrancado el tren cuando sacó un libro de su maletín, estaba al lado de su étui de toilette, sobre la ropa —pensé en el camisón de novia—, y el solo hecho de que un libro reposara sobre una ropa casi sacramental me pareció indigno. Se trataba de una serie de bosquejos de uno de esos humoristas alemanes del norte que, junto con nuestra fidelidad a los nibelungos, a la asociación con la escuela alemana, y a los profesores de las escuelas superiores de Pomerania, Danzig, Mecklenburg y Königsberg, lucían por Viena su humor insulso y empezaban a extender su tedioso sentido del bienestar. De vez en cuando, Isabel levantaba la vista del libro y me miraba, también miraba algún rato por la ventanilla, reprimía un bostezo y seguía leyendo; además, su forma de cruzar las piernas me parecía indecente. Le pregunté si le gustaba el libro: —Está lleno de humor —dijo sin más, tendiéndomelo para que lo comprobase por mí mismo. Comencé a leer una de las insensatas historias hacia la mitad. Trataba del encantador humor de Augusto el Fuerte, y de su relación con una ingeniosa dama de la corte; los dos adjetivos típicos de los espíritus prusianos y sajones cuando se encuentran descansando los domingos me bastaron: —Sí —dije—, «encantador e ingenioso». Isabel rio y continuó leyendo. Fuimos al hotel Zum Goldenen Löwen, donde nos esperaba nuestro anciano sirviente. Era el único que sabía nuestro plan de Baden, aunque me confesó enseguida que se lo había contado a mi madre. Estaba allí, al final de la estación del tren eléctrico, tenía en la mano el rígido sombrero de medio hongo que seguramente había heredado de mi padre, y ofreció a mi mujer un ramo de rosas rojas. Tenía la cabeza inclinada, y en su coronilla calva se reflejaba el sol como una estrellita, como un cuernecillo de plata. Isabel callaba: ¿cómo no encontrará algo que decir?, pensé; pero no hubo éxito, y la muda ceremonia duraba eternamente. Nuestras maletas estaban en el andén, Isabel apretaba las rosas y el bolso contra su pecho. El anciano nos preguntó en qué nos podía servir, y nos dio muchos recuerdos cariñosos de mi madre; mi maleta, mi otro uniforme y mi ropa estaban ya en el hotel. —Te lo agradezco mucho —dije. Observé que Isabel se hacía un poco a un lado. Ese apartarse, esa timidez, me encantaron. —Acompáñanos al hotel, quiero hablar un poco contigo. —Como usted mande —dijo, y cogiendo las maletas, nos siguió. —Quiero hablar un momento con el anciano —dije a Isabel—, será sólo media hora. Fui con Jacques al café. Se sentó sosteniendo el sombrero de medio hongo sobre las rodillas; se lo quité y lo dejé sobre la silla de al lado. De los ojos azul pálido, lejanos y húmedos ojos de anciano, me llegó en avalancha toda la ternura de Jacques, y fue como si mi madre hubiese depositado en esos ojos un último y maternal mensaje. Las manos reumáticas (hacía mucho tiempo que no se las veía desnudas, siempre llevaba guantes) temblaban al levantar la taza de café. Eran unas manos de sirviente, ancianas y buenas. ¿Por qué no me había fijado yo nunca en ellas? Unos bultitos pequeños y azules se asentaban sobre las arqueadas articulaciones de los dedos, las uñas eran planas, chatas y astilladas de mil formas; el hueso de la muñeca, desplazado hacia un lado, parecía llevar de mal grado el borde almidonado de los anticuados puños, y venitas de un azul pálido fluían como arroyuelos, como cansados caminos, bajo la piel dura de la palma de la mano. Estábamos sentados en el jardín del café Astoria. Una hoja de castaño, dorada y marchita, remolineaba lentamente sobre el cráneo de Jacques. Él no la notaba, su piel se había vuelto vieja e insensible. —¿Cuántos años tienes? —pregunté. —Setenta y ocho, señorito —contestó. Bajo su barba espesa y de un blanco de nieve vi un único diente amarillo y grande. —¡Soy yo el que tendría que ir a la guerra, y no los jóvenes! —continuó—. En el año sesenta y seis luché contra los prusianos, en el batallón quince. —¿Dónde naciste? —pregunté. —En Sipolje —contestó Jacques. —¿Conoces a los Trotta? —Naturalmente, a todos, ¡a todos! —¿Hablas el esloveno? —Lo he olvidado, señorito. Media hora, había dicho a Isabel. No me atrevía a mirar el reloj, pero tenía que haber pasado más de una hora; no quería separarme de los ojos desvaídos y ancianos de Jacques, donde habitaba todo el dolor de su corazón y el de mi madre. Era como si en una sola hora tuviese que compensar los veintiún años de mi vida consumidos frívolamente y sin amor, y en vez de empezar una supuesta nueva vida, como todo joven esposo, me esforzase ahora más bien en corregir la pasada. Me habría gustado empezar desde mi nacimiento. Me di cuenta claramente de que me había perdido lo más importante. Demasiado tarde. Ahora me encontraba ante el amor y la muerte, y hubo un momento —lo confieso— en que incluso pensé hacer una maniobra sucia e indigna: mandar un recado a Isabel diciendo que tenía que salir inmediatamente para el frente, sin otra opción, o bien, decírselo yo mismo, abrazarla y simular desconsuelo y desesperación. Fue solamente la confusión de un segundo que superé enseguida. Me marché del Astoria. Jacques me seguía fielmente dos pasos atrás. Justo delante de la puerta del hotel, cuando iba a volverme para despedirme de Jacques, le oí respirar jadeante, y entonces di media vuelta, abrí los brazos y el anciano cayó contra mi hombro. Su sombrero hongo rodó sobre las piedras duras, salió el portero, Jacques estaba inconsciente; lo llevamos al vestíbulo, llamé al médico y subí para explicárselo a Isabel. Estaba sentada y seguía con sus humoristas, tomando té y deslizando pequeñas tostadas con mermelada en su preciosa boca roja. Dejó el libro sobre la mesa, me abrió los brazos. —Jacques —empecé—, Jacques… —me interrumpí. No quería pronunciar la horrible y definitiva palabra. En la boca de Isabel se dibujaba una sonrisa alegre e indiferente, y en ese momento creí poder borrarla con una palabra macabra: —¡… se muere! Ella dejó caer los brazos abiertos, y contestó solamente: —Es viejo. Me buscaban, había llegado el médico. El anciano yacía sobre la cama de su cuarto. Le habían quitado la camisa almidonada, que ahora colgaba sobre la levita negra como una brillante coraza de hilo; las pesadas botas estaban a los pies de la cama como centinelas; los calcetines de lana, muy zurcidos, yacían como dormidos al lado de las botas. Esto era lo que quedaba de un hombre sencillo: un par de botones de latón sobre la mesilla de noche, un cuello, una corbata, botas, calcetines, levita, pantalón y camisa. Los pies de anciano, con los dedos retorcidos, asomaban bajo el borde de la manta. —Un ataque al corazón —dijo el doctor. Era un médico militar, un teniente ya de uniforme. Acababa de ser llamado a filas y al día siguiente tenía que incorporarse al Deutschmeister. Nuestra presentación mutua y en la forma militar reglamentaria delante de aquel moribundo parecía la puesta en escena de una pieza de teatro en un barrio del ensanche vienés. Nos sentíamos violentos: —¿Se va a morir? —pregunté. —¿Es tu padre? —preguntó el médico. —Nuestro criado —dije. Habría preferido decir: es mi padre, y el doctor pareció darse cuenta de ello: —Morirá probablemente —dijo. —¿Esta noche? —el médico levantó los brazos como preguntándoselo a sí mismo. Había caído la noche y hubo que encender las luces, el doctor puso a Jacques una inyección de cardiazol, extendió una receta, llamó, y envió a por ella a la farmacia. Yo salí de puntillas del cuarto: «así es como se escabullen los traidores —pensé—». Todavía de puntillas, subí la escalera hacia el cuarto de Isabel, como si tuviese miedo de despertar a alguien. El cuarto de Isabel estaba cerrado, el mío era contiguo al suyo. Llamé, intenté abrir. También la puerta de comunicación estaba cerrada; pensé si debería abrirla de forma violenta. Pero en ese momento me di cuenta de que no nos amábamos. Tenía dos muertos: el primero era mi amor. Lo enterré en el dintel de la puerta entre nuestros dos cuartos. Después bajé un piso más abajo para ver morir a Jacques. El buen doctor estaba todavía allí. Se había quitado el sable y desabrochado la camisa. En el cuarto olía a vinagre, éter, y alcanfor. Por la ventana abierta irrumpía el aroma húmedo y marchito del anochecer otoñal. El teniente médico me dijo: —Yo me quedo aquí —y me apretó la mano. Mandé a mi madre un telegrama diciéndole que yo me quedaría con nuestro sirviente hasta mi marcha. Comimos jamón, queso, manzanas, y nos bebimos dos botellas de Nussdorfer. El anciano yacía allí y su respiración se oía en el cuarto como una sierra oxidada, de vez en cuando levantaba la parte superior de su cuerpo, y las manos deformadas tiraban de la colcha rojo oscuro y pespunteada. El doctor humedeció un paño, lo salpicó con vinagre y lo puso sobre la cabeza del agonizante. Dos veces subí la escalera para ir al cuarto de Isabel. La primera todo estaba en silencio, la segunda la oí sollozar alto. Llamé más fuerte. —Déjame en paz —gritó. Su voz penetraba como un cuchillo a través de la puerta cerrada. Serían las tres de la madrugada. Yo estaba acurrucado en el borde de la cama de Jacques, el doctor dormía, sin chaqueta, la cabeza sobre el escritorio recostada contra las mangas de la camisa. De repente Jacques se incorporó y, con las manos extendidas, abrió los ojos balbuceando algo. El doctor se despertó inmediatamente y se acercó a la cama. En este momento oí la voz anciana y clara de Jacques que decía: —Por favor, señorito, diga a la señora que volveré mañana temprano. Se dejó caer otra vez sobre la almohada, se tranquilizó su respiración, y sus ojos permanecieron fijos y abiertos, como si ya no necesitasen de los párpados. —Se está muriendo —dijo el doctor, justo en el momento en que yo decidía volver a subir a ver a Isabel. Esperé. La muerte parecía haberse acercado al anciano con el máximo cuidado, como un padre, como un verdadero ángel. Hacia las cuatro de la madrugada trajo el viento una hoja amarilla de castaño por la ventana abierta. La recogí y se la puse a Jacques sobre la colcha. El doctor me echó un brazo sobre los hombros, se inclinó sobre el anciano, escuchó, le cogió la mano y dijo: —Ha muerto. Me arrodillé, hice la señal de la cruz por primera vez después de muchos, muchos años. Apenas dos minutos más tarde llamaron a la puerta. El portero de noche me traía una carta. —De parte de la señora —dijo. El sobre estaba a medio pegar, casi se abría solo. Leí solamente una línea: «¡Adiós! Me voy a casa. Isabel». Aunque era un desconocido, le di la nota al doctor; la leyó, me miró y dijo: —Lo comprendo. Y al cabo de un rato añadió: —Yo me haré cargo de todo: del hotel, del sepelio y de tu señora madre. Me quedo en Viena. Y tú, ¿adónde vas hoy? —Al este. ¡Servus! No volví a ver al doctor. Pero tampoco lo he olvidado. Se llamaba Grünhut.Capítulo XIX Yo iba al frente en situación de oficial habilitado. En el primer momento, y debido a mi estado de ánimo, a mi dignidad herida, a mi rabia, odio quizás, o qué sé yo, había arrugado la carta y me la había metido en el bolsillo del pantalón. Ahora, la saqué, alisé el papel, y volví a leer la línea. Vi entonces claramente que había ofendido a Isabel. Un rato después me di cuenta de que incluso la había herido profundamente. Decidí escribirle una carta, y fui a sacar el papel de la cartera: pero cuando lo hube desempaquetado —en aquellos tiempos todavía se iba al campo de batalla con maletines para escribir—, la hoja azul y vacía me puso otra vez de mal humor. Era como si aquella hoja en blanco contuviese realmente todo lo que yo tenía que decirle a Isabel, y como si fuera preciso mandarla tan lisa y desierta como estaba. Escribí mi nombre solamente y mandé la carta desde la estación más próxima. Arrugué otra vez la nota de Isabel y me la volví a meter en el bolsillo. De acuerdo con la «orden abierta» emitida por el Ministerio de la Guerra, y firmada por Stellmacher, yo iba destinado al regimiento 35, es decir, directamente al regimiento y no a los puestos regionales de reserva, que, en vista de los últimos acontecimientos de la guerra, habían sido trasladados desde los lugares de peligro hacia el interior del imperio. Es decir, me vi ante la misión bastante complicada de buscar a mi regimiento, que, en repliegue permanente, debía encontrarse en alguna aldea, en algún bosque o en alguna pequeña ciudad: o sea, en una «posición», lo que equivalía a decir que yo, solo y perdido, tenía que dar con una unidad también perdida y en retirada. Esto, desde luego, no nos lo habían enseñado en las maniobras. Era bueno que esta preocupación se impusiese a todas las demás. Yo me refugiaba en ella, y así no necesitaba pensar más en mi madre, en mi mujer y en mi difunto sirviente. El tren paraba casi cada media hora en alguna estación diminuta e insignificante. En un compartimiento angosto, estrecho casi como una caja de cerillas, viajábamos un primer teniente y yo, y tardamos unas dieciocho horas en llegar a Kamionka. Desde este punto la vía del tren estaba destruida, y un tren provisional de rodada muy pequeña, con tres vagones de mercancías descubiertos y diminutos, iba hasta el puesto de mando más próximo donde, aunque no a ciencia cierta, podría preguntar al oficial habilitado cuál era la situación actual de mi regimiento. El tren marchaba lentamente y el maquinista pitaba sin descanso; por un pequeño camino tropeles de heridos, a pie o en carros de campesinos, venían en dirección contraria. Yo —como entonces experimenté por primera vez— soy bastante insensible a las llamadas grandes impresiones. Así, por ejemplo, la visión de los heridos que yacían en cualquier vehículo, probablemente porque les habían amputado piernas o pies, me parecía menos terrible que la de los soldados solos, indefensos y tambaleantes, a los que solamente les había rozado un tiro, pero de cuya herida goteaba ininterrumpidamente sangre nueva a través de la venda de un blanco de nieve. A ambos lados del pequeño tren, por las lejanas praderas donde ya había caído el otoño, cantaban a pesar de todo los grillos tardíos, porque un engañoso y cálido atardecer de septiembre les había llevado a creer que todavía era verano, o que un nuevo verano se acercaba. En el puesto de mando del destacamento me encontré por casualidad con el cura castrense del treinta y cinco. Era un hombre de Dios, gordo y satisfecho de sí mismo, vestido con brillante sotana, estrecha y tirante. Se había perdido en la retirada, junto con su sirviente, su cochero, su caballo y el furgón cubierto donde guardaba no solamente su altar y los objetos de culto, sino también un buen número de aves, botellas de licor, pienso para el caballo, y todo lo que había requisado en las granjas de los campesinos. Me saludó como se saluda a un amigo al que no se ha visto en mucho tiempo. Como temía equivocar de nuevo el camino, volver a perderse, no se decidía a regalar sus gallinas al destacamento, donde desde hacía diez días que la gente sólo se alimentaba de conservas y patatas. La verdad es que aquí no era muy popular el cura castrense, pero él se resistía a marchar un poco al azar por un camino arriesgado que no conocía bien. Yo pensaba en mi primo Joseph Branco yen el cochero Manes Reisiger: ellos hubiesen preferido siempre el riesgo a la espera. Según la información recibida, nuestro treinta y cinco debía encontrarse a unos tres kilómetros al norte de Brzezany, así que me puse en camino con el cura, su coche y sus gallinas, pero sin mapas, provisto solamente de un croquis dibujado a mano. Al fin encontramos al treinta y cinco, no precisamente al norte de Brzezany, sino en un pueblo llamado Strumilce. Me presenté al coronel. Mi ascenso a teniente ya había sido cursado por los adjuntos del regimiento. Pedí ver a mis amigos, y vinieron; había solicitado que formasen parte de mi pelotón. Yo estaba esperándoles en el despacho del oficial contable Cenower, pero a ellos no les había dicho que era yo el que les llamaba. En el primer momento no me reconocieron, pero inmediatamente Manes Reisiger se me abalanzó al cuello, sin pensar para nada en las normas militares que mi primo Joseph Branco mantuvo celosamente. Estaba firme, petrificado por la sorpresa y la disciplina. ¡Por algo era esloveno! Pero Manes Reisiger, al fin y al cabo, era un cochero judío del este, despreocupado y sin fe en los reglamentos. Su barba era una maraña de pelo enredado y duro, y no parecía uniformado, sino más bien disfrazado. Besé una de las marañas de su barba y fui hacia Joseph Branco para abrazarle. Yo también me olvidé de las normas militares. Solamente pensaba en la guerra, y debí exclamar más de cien veces: —¡Estáis vivos…! ¡Estáis vivos…! Joseph Branco se fijó inmediatamente en mi anillo de casado, y me señaló el dedo: —Sí —dije—, me casé. Noté que querían saber más de mi mujer y de mi boda, así que salí con ellos a la pequeña plaza circular en torno a la iglesia de Strumilce. No dije nada de Isabel, hasta que, de repente, me acordé —cómo podía haberlo olvidado— de que tenía una fotografía suya en la cartera. Lo más fácil era enseñársela a mis amigos, y así me ahorraba las palabras. Saqué la cartera, busqué la fotografía, pero no estaba dentro. Empecé a pensar dónde podría haberla perdido u olvidado, y de pronto me pareció recordar que la había dejado en casa de mi madre. Un susto indescriptible y absurdo se apoderó de mí. Era como si hubiese roto la fotografía de Isabel o la hubiese quemado: —No encuentro la fotografía —dije a mis amigos. En vez de contestarme, mi primo Joseph Branco sacó de su bolsillo la foto de su mujer y me la mostró. Era una bella mujer, orgullosa de su exuberancia y vestida con el traje típico de las campesinas eslovenas, llevaba una pequeña corona de monedas sobre el pelo liso y con raya en medio, y una cadena de tres vueltas, hecha con las mismas monedas, en torno al cuello, los brazos robustos estaban desnudos, y tenía las manos posadas sobre las caderas: —Ésta es la madre de mi hijo —dijo Joseph Branco—, ¡un chico! —¿Estás casado? —preguntó Manes, el cochero. —Cuando termine la guerra me casaré con ella, nuestro hijo se llama Branco, como yo, tiene diez años, ahora está con el abuelo, y hace unas pipas preciosas.Capítulo XX Según las previsiones, en los días que teníamos por delante, días largos y preñados de peligros, sombríos, sublimes, inciertos y misteriosos, no esperábamos ninguna batalla, solamente el repliegue. Desde el pueblecito de Strumilce llegamos, apenas dos días más tarde, a la pequeña ciudad de Pogrody. El ejército ruso nos seguía. Nos replegamos hasta Krasne-Busk, y, probablemente debido a una orden no recibida a tiempo, permanecimos allí más tiempo del que tenía previsto el segundo ejército. El caso es que, una mañana temprano, los rusos nos atacaron por sorpresa y no tuvimos tiempo para atrincherarnos. Ésta fue la histórica batalla de Krasne-Busk, en la que quedó exterminada una tercera parte de nuestro regimiento, y otra cogida prisionera. También nosotros, Joseph Branco, Manes Reisiger y yo, fuimos hechos prisioneros. De forma tan poco gloriosa terminaba nuestra primera batalla. Llegado a este punto, resulta casi una necesidad narrar los sentimientos muy particulares que embargan a los prisioneros de guerra, pero sé, ciertamente, con qué indiferencia se escuchan hoy día este tipo de cosas. Gustosamente hubiese aceptado el destino de un desaparecido, pero no el de historiador de los que desaparecieron. Hoy día, casi ni me entienden cuando intento hablar sobre la libertad o el honor, y no digamos sobre la prisión. En estos años es mejor callar. Sólo escribo con un objeto: poner en orden mis ideas, y también pro nomine Dei, por así decirlo. Que El perdone mis pecados. Bueno, la cosa es que caímos prisioneros. Todo nuestro pelotón: conmigo estaban Joseph Branco y Manes Reisiger, nos cogieron prisioneros al mismo tiempo. —Para nosotros ya terminó la guerra —dijo Manes Reisiger—, nunca me habían cogido —prosiguió—, ni a vosotros tampoco, pero estoy seguro de que no nos espera la muerte, sino la vida. Ya os acordaréis de esto que os estoy diciendo cuando volvamos. Si por lo menos supiese lo que hace mi hijo Ephraim. La guerra va a ser muy larga y mi hijo será también llamado a filas. Acordaos de esto, os lo dice un vulgar cochero, Manes Reisiger de Zlotogrod. Aquí chasqueó con la lengua, y el chasquido sonó como el de un látigo. Las semanas siguientes estuvo tranquilo y mudo. En la tarde del dos de octubre, nos iban a separar. Como era costumbre entonces, y se daba siempre por supuesto, a los oficiales prisioneros se les separaba de la tropa. Nosotros permanecíamos en el interior del país ruso, y a la tropa la enviaban más lejos. Se hablaba de Siberia. Yo me inscribí para ir a Siberia. Ni hoy mismo sé, ni tampoco quiero saberlo, cómo se las arregló Manes para meterme entre los que iban a Siberia. Nunca, creo yo, había estado un hombre tan contento como yo lo estaba entonces de que alguien le consiguiera esta desventaja a fuerza de astucia y soborno. Pero Manes lo consiguió. Desde las primeras horas de nuestra prisión, había tomado el mando de todos nosotros, de todo el pelotón. ¿Qué no conseguirá con la ayuda de Dios, y de sus chalaneos, un cochero, y sobre todo un cochero judío de Zlotogrod? De los caminos, rectos o serpenteantes, que nos llevaron a Siberia, no voy a decir nada. Caminos y rodeos hablan por sí mismos. Al cabo de seis meses llegamos a Wiatka.Capítulo XXI Wiatka está situada en el interior de Siberia, junto al río Lena. El viaje duró medio año. A lo largo de aquellos caminos habíamos perdido la noción del tiempo, los días, incontables y eternos, se sucedían unos a otros. ¿Quién puede contar los corales de un collar engarzado en seis hilos? Nuestra prisión había empezado en septiembre, y cuando llegamos era marzo. En el Augarten vienés los matorrales de cítisos habrían florecido ya, y los sauces pronto empezarían a esparcir su aroma. Aquí, grandes bloques de hielo cubrían el río, que se podía cruzar sin mojarse los pies, aun en los lugares más anchos. Durante el viaje, tres hombres de nuestro pelotón murieron de tifus. Catorce intentaron huir, seis de nuestra escolta desertaron con ellos. El joven teniente de cosacos que dirigía el traslado en su última etapa nos dejó esperando en Tschirein: tenía que apresar tanto a los prófugos como a los desertores. Se llamaba Andrej Maximowitsch, y acostumbraba a jugar conmigo a las cartas mientras sus patrullas buscaban a los desaparecidos por los alrededores. Hablábamos en francés, él bebía directamente de su cantimplora de formas curvas el samognoka que le traían los pocos habitantes de la zona y se le notaba confiado y agradecido por cada mirada amistosa que yo le dirigía. A mí me gustaba su forma de reír, sus dientes fuertes y brillantes bajo el bigote negro como el carbón, y sus ojos, que, cuando los entrecerraba, se convertían en dos chispas solamente. Contenía la risa, pero si, por ejemplo, se le decía «anda, ríete un poco», soltaba enseguida ruidosas y cálidas carcajadas. Un buen día, las patrullas encontraron a los huidos, mejor dicho, a una parte de los huidos, ocho hombres de veinte, los demás se habrían perdido seguramente por algún lugar, o se habrían escondido, o quizás habían muerto. Andrej Maximowitsch, que estaba jugando conmigo a los naipes en la barraca de la estación de ferrocarril, mandó a la escolta que trajese a los prisioneros, les encargó té y aguardiente y me dijo que, ya que estaba bajo sus órdenes, dictase yo mismo los castigos para la gente de mi pelotón y también para los dos desertores rusos. Yo le dije que no conocía el reglamento de su ejército; él primero me rogó que lo hiciese, luego me amenazó, así es que, finalmente, le dije: —Ya que no sé cuáles serían los castigos que tendría que imponer según tus leyes, dispongo que no se les dé ninguno. Entonces él, dejando la pistola sobre la mesa, dijo: —¡Usted también está implicado en el complot, y se lo voy a hacer pagar, señor teniente! Queda usted detenido. —¿No quiere usted que terminemos antes la partida? —pregunté cogiendo mis cartas. —Naturalmente que sí —dijo él. Y seguimos jugando, mientras los soldados permanecían a nuestro alrededor, los de la escolta y los austríacos. Perdió él: me hubiese sido más fácil dejarle ganar, pero tenía miedo de que lo notase. Infantil como era, la desconfianza le producía un placer casi mayor que la risa, y tenía una gran predisposición para el recelo: así que le dejé perder. Frunció el ceño, mirando enfadado al suboficial que mandaba la escolta, como si quisiera fusilar inmediatamente a los ocho hombres: —Ríase un poquito —le dije. Rompió a reír, generosa, cálidamente, con todos sus dientes brillantes: y yo pensé que había salvado a los ocho. Siguió riendo durante unos dos minutos, luego se puso serio, como era su estilo, y ordenó al suboficial: —Látigo para los ocho, retírense, ya daré nuevas órdenes. Después, una vez que los hombres salieron de la barraca, empezó a barajar las cartas: —Revancha —dijo. Jugamos una nueva partida y volvió a perder. Luego se levantó, guardó la pistola y me dijo: —Vuelvo enseguida. Y desapareció. Seguí sentado; encendieron las dos lámparas de petróleo, las llamadas mecheros redondos. La patrona karvasia entró, tímida, con un nuevo vaso de té. En el té recién hecho flotaba todavía la raja de limón vieja. La patrona era tan grande como un barco, pero reía como una niña buena, confiada y maternalmente. Yo estaba intentando sacar del vaso la raja de limón vieja y horrible, y ella, entonces, metiendo en el vaso dos hermosos y gordos dedos, sacó el limón. Le di las gracias con una mirada. Bebí el té caliente despacio. El teniente Andrej Maximowitsch no volvía; se hacía cada vez más tarde y yo tenía que ir con mi gente al campamento, salí y delante de la puerta del balcón le llamé por su nombre un par de veces. Al fin me contestó. Era una noche gélida, tan fría que hacía pensar que incluso una llamada tenía que congelarse en el aire recién salida de la boca, sin alcanzar nunca al llamado. Miré al cielo. Las estrellas de plata no parecían nacer de él, sino haber sido clavadas en su bóveda, clavos brillantes, y un viento salvaje del este, el tirano entre los vientos de Siberia, me arrebataba la respiración, la fuerza de latir de mi corazón, la facultad de ver de mis ojos. La respuesta del teniente a mi llamada, a pesar de llegarme a través del viento hostil, me pareció un mensaje consolador de un ser humano, percibido por primera vez después de mucho tiempo, aun siendo muy corto el tiempo que yo había esperado fuera, en la noche enemiga de los hombres. Pero qué poco consolador era este mensaje humano. Volví al barracón. Brillaba todavía una única lámpara que, sin embargo, no iluminaba el espacio sino que hacía más densas sus tinieblas. Era el diminuto núcleo luminoso de unas densas tinieblas circulares. Me senté allí, al lado de la lámpara. De repente me asustó el sonido de un par de tiros. Salí. Los tiros no se habían extinguido todavía, parecían seguir retumbando hacia el maravilloso cielo helado. Escuché. Nada se movía ya excepto el viento constante y gélido. No pude aguantar más y entré otra vez en el barracón. Un poco más tarde llegó el teniente, pálido a pesar del viento, la gorra en la mano y la pistola asomando por la vaina medio abierta. Se sentó enseguida, respirando con dificultad se desabrochó los botones del cuello y me miró con los ojos fijos, como si no me conociese, como si se hubiese olvidado de mí y se esforzase con ahínco en reconocerme. Con los brazos apartó las cartas de la mesa, bebió un gran trago de la botella, y bajando la cabeza dijo de una vez y deprisa: —Sólo he alcanzado a uno. —Vamos, que ha tenido mala puntería —comenté. Pero había entendido mal. —Apunté mal. Les había hecho ponerse en fila. Yo quería solamente asustarles. Disparé al aire, pero con el último tiro fue como si alguien me hubiese forzado a bajar el brazo. Fue de repente, no sé cómo. Total que el hombre ha muerto. La gente ya no me comprende. Enterramos al hombre aquella misma noche. El teniente ordenó una salva de honor: desde ese momento ya no volvió a reír, y siempre estaba pensando en algo que parecía preocuparle ininterrumpidamente. Todavía seguimos unas diez verstas bajo su mando, y dos días antes de que se hiciese cargo de nosotros un nuevo oficial, me hizo subir a su trineo y me dijo: —Ese trineo es para ti y para tus dos amigos; el judío es cochero, él se las arreglará. Aquí tenéis mi mapa, he puesto una cruz en el punto donde tenéis que parar. Allí os estarán esperando, es un amigo mío, de toda confianza, nadie irá a buscaros porque os voy a dar por huidos, ejecutados y enterrados. Me apretó la mano y se bajó. Por la noche nos pusimos en marcha. El camino duró un par de horas. El hombre nos esperaba, y enseguida nos dimos cuenta de que con él estábamos salvados. Empezábamos una nueva vida.Capítulo XXII Nuestro anfitrión era descendiente de los polacos establecidos antiguamente en Siberia. Su profesión consistía en comerciar con pieles, y vivía solo, con un perro de raza indefinida, dos escopetas de caza y algunas pipas talladas por él mismo, en dos habitaciones amplias llenas de pieles deslucidas. Se llamaba Baranovitsch, Jan de nombre, y era muy poco comunicativo. Una barba poblada y negra le obligaba al silencio. Nos dejaba hacer todo tipo de trabajos, como arreglar la valla, partir leña, engrasar los patines de los trineos, o examinar y contabilizar las pieles; aprendimos cosas útiles, pero después de pasar una semana así comprendimos que si él nos dejaba hacer todo eso era por puro tacto, y para que en aquella soledad no tuviésemos riñas entre nosotros o con él. Tenía razón. Él se pasaba el tiempo haciendo pipas y bastones con la madera dura y fuerte de los matorrales que crecían en los alrededores, y a los que, no sé por qué motivo, llamaba Nastorka. Cada semana fumaba en una pipa distinta, y nunca le oí decir una broma, sólo a veces se sacaba la pipa de la boca para sonreírle a cualquiera de nosotros. Cada dos meses aproximadamente venía un hombre del pueblo más próximo con un periódico ruso atrasado, Baranovitsch ni siquiera lo miraba, pero a mí me servía para enterarme de muchas cosas, aunque sobre la guerra no nos podía informar realmente. Una vez leí que los cosacos habían entrado en Silesia; mi primo Joseph Branco lo creía, pero Manes Reisiger no. Empezaron a discutir, y por primera vez llegaron a enfadarse. Al fin, también ellos habían caído presas del sinsentido que engendra la soledad. Joseph Branco, que era más joven y fuerte, agarró por las barbas a Reisiger. En aquel momento yo estaba lavando los platos en la cocina y cuando oí la pelea entré en el cuarto con los platos en la mano; mis amigos ni me vieron, ni me oyeron. Por primera vez, y a pesar del dolor que me producía la brutalidad de dos seres tan queridos, tuve una rápida percepción, y verdaderamente puedo decir que fue rápida porque me llegaba de fuera: el conocimiento de que yo ya no pertenecía a su mundo. Frente a ellos me había erigido en juez impotente, ya no en amigo. Me daba cuenta de que los dos eran víctimas del mal del desierto, y de que yo era inmune a ese mal, pero, a pesar de ello, lo que sentí fue una indiferencia odiosa. Volví a la cocina y seguí lavando platos. Ellos siguieron vociferando, pero no quise estorbarles en su mezquina y loca pelea, y, como se hace cuando no se quiere despertar a un dormido, fui dejando los platos unos sobre otros con muchísimo cuidado para que no hiciesen ruido. Cuando hube terminado mi trabajo me senté en el taburete de la cocina y esperé tranquilamente. Un buen rato después entraron los dos al tiempo, uno detrás del otro y sin hacerme caso. Parecía como si los dos, y cada uno por sí mismo, ya que eran enemigos, quisieran atestiguar que yo no me había entrometido en la pelea. Los dos se pusieron a hacer algún trabajo sin importancia; uno afilaba el cuchillo, aunque sin aire amenazador, el otro recogía nieve con una olla, encendía el fuego del hogar y le echaba astillas, ponía la olla sobre el fuego y miraba fijamente la llama. Se templó el aire, el calor hacía relucir las ventanas de enfrente, la escarcha se volvía rojiza, azul, violeta de vez en cuando, con el reflejo del fuego; en el suelo, las gotas heladas de agua comenzaban a fundirse bajo la ventana. Caía la tarde, hervía el agua en la olla. Al poco rato, Baranovitsch volvió de uno de los paseos que, no se sabe por qué motivo, hacía algunos días. Entró con la chaqueta en la mano y las manoplas metidas en el cinturón (tenía la costumbre de quitárselas ante la puerta, como signo de cortesía), nos dio a cada uno la mano saludándonos como de costumbre: «¡Que Dios os dé salud!»; después se quitó la gorra de piel, se persignó y entró en la estancia. Como era habitual, más tarde comimos los cuatro juntos: nadie pronunció una palabra, solamente se oía el oscilar del péndulo del reloj de cuco, que hacía pensar en un pájaro perdido en algún país lejano. Uno se admiraba de que no se hubiese congelado. Baranovitsch, que estaba acostumbrado a nuestra charla de todas las tardes, escudriñaba con disimulo nuestros rostros, luego se levantó rápidamente, y no despacio como acostumbraba, y dijo, descontento porque le habíamos defraudado: «Buenas noches»; se fue al cuarto contiguo y yo recogí la mesa y apagué la lámpara de petróleo. La noche se filtraba a través de las persianas llenas de hielo: —Buenas noches —dije, como siempre. Nadie me contestó. Por la mañana, mientras yo partía la leña para calentar el samovar, entró Baranovitsch en la cocina y empezó a hablar apresuradamente: —De modo que se han peleado, he visto las heridas y también he comprendido el silencio. No pueden quedarse más tiempo conmigo, en esta casa tiene que haber paz, he tenido huéspedes un par de veces y sólo se quedaron mientras fueron capaces de vivir en paz. Nunca he preguntado a nadie quién era o de dónde venía. Podía haber sido un asesino, pero para mí era mi huésped, yo me rijo por el refrán: «huésped en casa, Dios en casa». El teniente que os envió aquí me conoce desde hace mucho tiempo, también a él le tuve que despachar una vez por causa de una pelea, pero no se ofendió por eso. Tú podrías quedarte porque seguro que no te has peleado, pero los otros no te lo perdonarían, así que vete con ellos. Calló. Eché las astillas ardiendo al tubo de la estufa del samovar y puse también un papel de periódico ahuecado para que no se apagasen. Cuando el samovar empezó a cantar, Baranovitsch siguió hablando: —No podéis huir, en esta zona y en esta estación del año el que vagabundea por aquí no sobrevive, así que no tenéis otro remedio que iros a Wiatka, a Wiatka —repitió, titubeó y prosiguió—, al campamento; a lo mejor os castigan, un castigo duro, ligero, o quizá nada. Allí hay mucho desorden, el Zar está lejos y sus leyes hechas un lío. Presentaos al jefe de la guardia, Kumin, él tiene más influencia que el comandante del campamento. Os doy té y machorka para que se la llevéis a Kumin, acuérdate. El agua hervía. Puse té en el tschajnik, le eché agua hirviendo y lo acerqué a la estufa del samovar: «la última vez», pensé. No tenía ningún miedo al campamento. Estábamos en guerra, todos los prisioneros tenían que ir a los campamentos, pero me di cuenta de que Baranovitsch era un verdadero padre. Su casa era mi patria, su pan el pan de mi patria. Ayer había perdido a mis mejores amigos y hoy perdía una patria; por primera vez perdía una patria. Entonces no sabía yo que ésta no iba a ser mi última patria perdida. Nuestra generación estaba marcada. Cuando entré en la habitación con el té, Reisiger y Joseph Branco ya estaban sentados a la mesa. Baranovitsch, que estaba apoyado en la puerta del cuarto contiguo, no se sentó cuando coloqué su vaso. El mismo cortó el pan y lo repartió y, acercándose a la mesa, bebió su té y comió su pan, pero todo el tiempo en pie. Después dijo: —Amigos, ya he explicado a vuestro teniente el motivo por el que no puedo seguir teniéndoos aquí. Coged vuestro trineo y un par de pieles para poneros debajo de la chaqueta, os abrigarán. Yo os acompañaré hasta el lugar donde os recogí. Manes Reisiger salió el primero y oí que dirigía inmediatamente el trineo sobre la nieve crujiente del patio de entrada. Joseph Branco no acababa de comprender. —A levantarse y a hacer la maleta —dije. Por primera vez me dolía tener que mandar. Cuando ya estábamos listos, sentados y apretujados en el pequeño trineo, Baranovitsch me dijo: —Baja, se me ha olvidado algo. Entramos otra vez en la casa. Por última vez recorrí el cuarto con la mirada, la cocina, la ventana, el cuchillo, la vajilla, el perro atado, los dos rifles y las pieles almacenadas. Miraba a hurtadillas, disimuladamente, pero Baranovitsch lo notó. —Toma —dijo, dándome un revólver— tus amigos irán… No terminó la frase. Me guardé la pistola. —Kumin no te va a registrar, dale el té y la machorka. Quise darle las gracias, pero qué pobre sonaba la palabra «gracias», sobre todo pronunciada por mis labios, que tantas veces la habían dicho de forma frívola, profanándola. ¡Qué huecas hubiesen sonado a oídos de Baranovitsch mis palabras de agradecimiento! Incluso un apretón de manos habría sido una ligereza, y además tenía las manoplas puestas. Sólo cuando llegamos al lugar donde nos había recogido la primera vez se quitó la manopla de la mano derecha, nos estrechó la mano y nos saludó como de costumbre: —Que Dios os dé salud —y azuzando al caballo gris con un «¡arre!», como si temiese que nos quedásemos allí parados, dio media vuelta y desapareció con la rapidez de un fantasma en la espesa blancura. Llegamos al campamento. Kumin cogió el té y la machorka y no preguntó nada. Nos separó, a mí me puso en el barracón de los oficiales. Yo veía a Manes y a Joseph Branco un par de veces por semana, cuando hacíamos maniobras. No se miraban el uno al otro, y cuando una vez me acerqué a uno de ellos para ofrecerle un poco de mi ración de tabaco, los dos me dijeron en alemán y en tono de servicio: —Gracias, a sus órdenes mi teniente. —¿Va todo bien? —Sí, todo va bien. Un día, pasando lista en el patio, faltaban los dos. Por la tarde, en mi barraca, sobre el catre y prendida con un alfiler en mi almohada, encontré una nota; era la letra de Joseph Branco y decía: «Nos hemos ido. Vamos a Viena».Capítulo XXIII Les encontré en Viena cuatro años más tarde. En la noche de Navidad de 1918 volví a casa. Eran las once en el reloj de la estación del este. Yo iba por la Mariahilferstrasse, y una lluvia granulosa, como nieve frustrada o pariente pobre del granizo, caía del cielo hostil como dardos oblicuos. Mi gorra estaba desnuda, le habían arrancado la escarapela; también mi cuello estaba desnudo, le habían arrancado las estrellas. Y yo mismo estaba desnudo. Las piedras estaban desnudas, como los muros y los tejados. Desnudas estaban las escasas farolas. La lluvia granulosa azotaba su vidrio mate como si el cielo mandase guijo arenoso contra pobres canicas. Los abrigos de los vigilantes nocturnos en los edificios oficiales flotaban al viento y se inflaban a pesar de la humedad, las bayonetas no parecían auténticas y los fusiles colgaban medio torcidos de sus espaldas. Era como si quisiesen dejar dormir a los fusiles, cansados como nosotros de tanto disparar durante cuatro años. No me extrañaba en absoluto que la gente no me saludase, mi gorra desnuda y el cuello desnudo de mi camisa no obligaban a nadie. Yo no me rebelaba, pero era desgarrador. Era el fin. Pensaba en el antiguo sueño de mi padre de una monarquía triple, y en su seguridad de que este sueño llegaría a realizarse. Mi padre estaba enterrado en el cementerio de Hietzinger, y el emperador Francisco José, del que había sido fiel desertor, yacía en la Cripta de los Capuchinos. Yo era el heredero, y la lluvia granulosa me caía encima mientras iba hacia la casa de mis padres. Di un rodeo y pasé por delante del Panteón de los Capuchinos, también delante de él había un guardián que paseaba de arriba abajo. ¿Qué es lo que tenía que guardar ya?, ¿los sarcófagos?, ¿el recuerdo?, ¿la historia? Yo, un heredero, permanecí un rato delante de la iglesia. El guardián no se preocupó de mí, después fui hacia la casa de mi padre, de una casa a otra. ¿Viviría mi madre todavía? Dos veces le había anunciado mi llegada. Aceleré el paso: ¿vivía todavía mi madre? Llegué ante nuestra casa. Llamé. Pasó un rato largo, la anciana mujer de nuestro portero abrió la puerta. —¡Señora Fanny! —exclamé. Me reconoció inmediatamente por la voz, le temblaba la mano y la vela vacilaba. —Se le espera, le esperábamos, señorito. Ninguna de las dos hemos dormido en toda la noche, la señora tampoco. Iba vestida como yo sólo la había visto antes en las mañanas de domingo, pero nunca por la noche después de cerrar. Subí los peldaños de dos en dos. Mi madre estaba sentada en su antigua butaca, llevaba un vestido negro de cuello alto. Su pelo gris plateado formaba un pequeño tupé. La curva de la peineta, del mismo gris que el pelo, se destacaba de las trenzas que le ceñían la cabeza en forma de rodetes. El cuello y las mangas estrechas estaban ribeteadas con una cenefa blanca y fina. Levantó hacia el cielo el antiguo bastón con puño de plata, como si de un conjuro se tratase, pero más y más despacio, como si su brazo no fuera lo suficientemente largo para una acción de gracias tan inmensa. No se movió. Me esperaba, y su quietud me pareció un caminar a mi encuentro. Ni siquiera me besó en la frente, sino que me cogió la barbilla con los dedos, de modo que tuve que levantar la cara, y por primera vez me di cuenta de que era más alta que yo. Me miró largamente, y luego sucedió algo increíble, aterrador, inabarcable, casi sobrenatural: mi madre me cogió la mano, la levantó, se inclinó un poco, y la besó dos veces. Quedé confuso, me quité rápidamente el abrigo. —La chaqueta también —dijo—; está mojada. También me quité la camisa, y mi madre notó que la manga derecha tenía un jirón. —Quítate la camisa —me dijo—, yo te la zurciré. —No —le rogué—; no está limpia. Nunca se me habría ocurrido en mi casa decir que algo estaba sucio o empolvado. ¡Qué pronto volvía a mi mente el estricto ceremonial de las expresiones, ahora sí que estaba verdaderamente en casa! Yo no decía nada, me limitaba a mirar a mi madre y a comer y beber todo lo que me había preparado, cosas que en aquel tiempo eran muy difíciles de encontrar en Viena: almendras saladas, pan de trigo auténtico, dos barritas de chocolate, una muestra de coñac, y café de verdad. Ella se sentó al piano, estaba abierto. Quizá lo había querido dejar así, desde hacía algunos días, desde el día en que yo le anuncié mi llegada. Probablemente quería tocar algo de Chopin para mí, ya que sabía lo que me gustaba, uno de los pocos gustos heredados de mi padre. A la luz de las velas, grandes, amarillas y a medio consumir en los candelabros de bronce del piano, pude darme cuenta de que mi madre llevaba años sin rozar las teclas. Antes tenía la costumbre de tocar todas las noches, solamente por la noche y a la luz de las velas. Eran velas grandes, casi jugosas, velas de tiempos pasados, durante la guerra seguro que no había velas como ésas. Mi madre me pidió las cerillas. Estaban sobre la repisa de la chimenea: en una caja marrón, tosca y vulgar que, junto al pequeño reloj de rostro delicado de muchacha, resultaba extraña en este cuarto; parecía una intrusa. Las cerillas eran de azufre, y había que esperar a que la llama azul se volviese una llama sana y normal. También su olor era extraño. Nuestro salón siempre había tenido un olor muy característico, una mezcla del aroma de lejanas violetas florecidas y el olor intenso del café bien cargado y recién hecho. ¿Qué pintaba allí el azufre? Mi madre posó sobre las teclas aquellas blancas y viejas manos tan queridas por mí. Yo me apoyé a su lado. Sus dedos se deslizaban sobre las teclas, pero del instrumento no salía ningún sonido, había enmudecido, sencillamente había muerto. Era incomprensible. Tenía que haber ocurrido algún fenómeno extraño; yo no entendía nada de física, pulsé alguna de las teclas y no respondieron. ¡Fantasmagórico! Con curiosidad levanté la tapa del piano. El instrumento estaba hueco: faltaban las cuerdas. —¡Está vacío, madre! —dije. Ella bajó la cabeza. —Lo había olvidado —comentó muy bajo—, un par de días después de tu marcha tuve una idea extraña: quería obligarme a no tocar y mandé que quitasen las cuerdas. No sé lo que me pasó entonces por la mente, realmente no lo sé. Pudo ser una aberración, o quizá perdí un poco la cabeza, ahora me he vuelto a acordar. Mi madre me miró, había lágrimas en sus ojos, ese tipo de lágrimas que no pueden fluir, que son como el agua mansa. Abracé a mi anciana madre. Ella me acarició la cabeza: —Tienes mucho hollín en el pelo, ve a lavarte. —Lo haré antes de irme a dormir —le dije—, no quiero irme a la cama todavía —dije esto como cuando era niño—, déjame quedarme aquí un poco más todavía, mamá. —Nos sentamos ante la mesa pequeña, frente a la chimenea. —Ordenando cosas he encontrado tus cigarrillos, dos cajas de cigarrillos egipcios, los que tú fumabas siempre. Los envolví en hojas de papel secante, están todavía completamente frescos. ¿Quiere fumarlos? En efecto, eran las antiguas cajas de cien paquetes. Las examiné por todos los lados, sobre la tapa de una de ellas se leía aún, escrito por mí: «Friedl Reichner, Hohenstaufengasse». Me acordé enseguida: era el nombre de una guapa estanquera a la que yo compraba mis cigarrillos con mucha frecuencia. Mi anciana madre rio. —¿Quién es? —preguntó. —Una chica muy mona, mamá, no la he vuelto a ver. —Ahora eres ya muy mayor para conquistar a estanqueras —contestó— y además esos cigarrillos ya no se encuentran… Era la primera vez que oía bromear a mi madre. Durante un rato se hizo otra vez el silencio, y luego mi madre me preguntó: —¿Has sufrido mucho, hijo? —No demasiado, madre. —¿Has echado mucho de menos a tu Isabel? —no dijo «tu mujer», sino «tu Isabel», recalcando el «tu». —No, mamá. —¿La quieres todavía? —Todo eso está ya muy lejano. —No has preguntado por ella. —Ahora mismo te iba a preguntar. —La he visto muy poco —dijo mi madre—, a tu suegro más a menudo, hace dos meses estuvo aquí la última vez. Muy abatido, pero a pesar de todo con esperanza. Ha hecho dinero en la guerra. Se enteraron de que habías caído prisionero. Creo que hubiesen preferido verte en la lista de muertos o desaparecidos. Isabel… —Me lo puedo imaginar —la interrumpí. —No, no te lo puedes imaginar —insistió mi madre—, adivina en qué se ha convertido. Yo me imaginé lo peor, o lo que a ojos de mi madre podía ser lo peor. —¿Bailarina? —pregunté. Mi madre negó con la cabeza, muy seria, después dijo con tristeza, casi sombría: —No, diseñadora, ¿sabes lo que es eso? Dibuja, e incluso hace horribles collares y sortijas, unas cosas muy modernas llenas de ángulos, broches de madera de abeto, y creo que también alfombras de paja. La última vez que estuvo aquí me dio una conferencia sobre el arte africano, creo. Otra vez, sin avisarme antes, apareció con una amiga. Era… —mi madre titubeó un momento—, era una ordinaria, con el pelo corto. —¿Es tan grave todo eso? —pregunté. —Más que grave, hijo. ¡Hacer objetos con materiales sin valor, imitando a los que realmente lo tienen! ¿A qué conduce esto? Los africanos llevan conchas, pero eso es distinto. Mal está cuando se engaña, pero, hijo, esta gente hace del engaño un mérito. ¿Entiendes? No me van a convencer a mí de que el algodón es hilo, y de que se pueden hacer coronas de laurel con piñas de pino. Dijo todo esto muy despacio, con su voz suave característica, sonrojándose. —¿Te hubiese gustado más que fuera bailarina? Mi madre se quedó pensando un rato, y luego, ante mi asombro, dijo: —¡Por supuesto que sí, hijo!, no es que me guste a mí tener una bailarina por hija, pero una bailarina es algo noble, también las costumbres relajadas son algo sincero, no hay fraude, no hay engaño. Tú podrías tener una relación con una bailarina, creo yo, pero el arte industrial requiere un compromiso. ¿Me entiendes, hijo? Cuando te hayas repuesto de la guerra te darás cuenta por ti mismo. En todo caso, mañana temprano debes buscar a tu Isabel. ¿Dónde vais a vivir?, ¿qué vais a hacer? Ella vive con su padre. ¿A qué hora quieres que te despierte mañana? —No sé, mamá. —Yo desayuno a las ocho —dijo ella. —Entonces a las siete, por favor, mamá. —¡Hale, vete a dormir, hijo! Buenas noches. Le besé la mano, y ella me dio un beso en la frente. Así era mi madre. Como si nada hubiera pasado, como si no acabase yo de volver de la guerra, como si el mundo no estuviera destrozado, como si la monarquía no hubiese sido destruida, como si todavía funcionase nuestra antigua patria, con sus variadas leyes, incomprensibles pero irreversibles, sus costumbres, usos, aficiones, hábitos, vicios y virtudes. En casa de mi madre todos se levantaban a las siete de la mañana aunque no se hubiese dormido durante cuatro noches. Yo había llegado hacia la media noche; ahora sonaban las tres en el reloj antiguo de rostro delicado y cansado de muchacha. Tres horas de ternura habían sido suficientes para mi madre: ¿lo eran de verdad? En todo caso no se permitió ni un cuarto de hora más. Y tenía razón. Yo me dormí enseguida con la sensación tremendamente consoladora de estar en casa. En medio de una patria deshecha me dormí en un castillo. Mi anciana madre ahuyentaba todas mis angustias con su antiguo báculo negro.Capítulo XXIV Todavía no había sentido el miedo a la nueva vida que me esperaba. Como se dice ahora: todavía no la había asumido. Estaba más ocupado con los pequeños asuntos cotidianos que tenía que resolver y me salían al paso, en cierto modo era como un hombre que se ve ante una escalera muy empinada que está obligado a subir y cuyo primer peldaño es el más peligroso. Ya no teníamos criados, solamente una muchacha, y el antiguo portero que hacía las veces de criado. Hacia las nueve de la mañana lo envié a casa de mi mujer con un ramo de flores y una carta en la que le anunciaba mi visita para las once de la mañana, como yo creía que era oportuno. Hice la toilette, entonces se decía así, mis trajes de paisano estaban impecables, y luego me fui dando un paseo. Llegué a las once menos cuarto y esperé en el café de enfrente. A las once en punto llamé: —Los señores no están en casa —me dijeron. Habían entregado la carta y las flores. Isabel había dejado un recado pidiéndome que la fuera a buscar enseguida a su despacho en Wollzeile. Y allí la encontré. En la puerta un pequeño letrero anunciaba: «Estudio. Isabel Trotta». Retrocedí asustado ante mi propio nombre. —¡Servus! —exclamó mi mujer—, ¡deja que te mire! Hice ademán de besarle la mano, pero ella me bajó el brazo y, solamente con este gesto, me desconcertó por completo. Era la primera mujer que me había hecho bajar el brazo así, ¡y era mi mujer! Experimenté esa desazón que se apodera de mí ante la vista de anomalías y mecanismos de sustitución de emociones humanas: por ejemplo, cuando me encuentro ante enfermos mentales, o mujeres histéricas. Y sin embargo era Isabel. Llevaba una blusa verde, cerrada y con el cuello alto y vuelto, y una corbata larga como de hombre; su rostro seguía cubierto de suave pelusilla, y todavía reconocía yo la línea del cuello cuando inclinaba la cabeza y el juego nervioso de los dedos delgados y fuertes sobre la mesa. Estaba recostada en un sillón de oficina de madera color amarillo limón. Todo allí era amarillo limón: la mesa, el marco de un cuadro, el revestimiento de madera de la amplia ventana, el suelo desnudo. —Anda, siéntate —me dijo—. Coge un cigarrillo. Todavía no estoy completamente instalada. Me contó que ella misma se lo había organizado todo. —Con estas dos manos —dijo, mostrándome al tiempo sus dos bonitas manos—. Y esta semana llega el resto del mobiliario, y una cortina color naranja para la ventana. El naranja y el amarillo limón van muy bien juntos. Finalmente, cuando hubo terminado con toda la información —hablaba con la misma voz profunda que yo había amado tanto— me preguntó: —¿Qué has hecho durante todo este tiempo? —Me he dejado hacer —contesté. —Muchas gracias por las flores —dijo—, ¡mira que mandar flores!, ¿por qué no telefoneaste? —En casa no hay teléfono. —Bueno, cuenta —ordenó, encendiendo un cigarrillo. Fumaba como luego he visto fumar a muchas mujeres: el cigarrillo, deformándole la comisura de los labios, daba a su rostro la expresión típica de esa enfermedad que los médicos denominan facies partialis, y noté en ella una naturalidad muy estudiada. —Ya te contaré más tarde, Isabel —dije. —Como quieras —contestó—; mira mi muestrario. Me enseñó sus diseños. —Muy original —dije. Diseñaba toda clase de cosas: alfombras, chales, corbatas, anillos, pulseras, candelabros, pantallas para lámparas. Todo era anguloso. —¿Comprendes? —preguntó. —No. —¿Y por qué ibas a comprender? —dijo ella entonces, mirándome. Había tristeza en aquella mirada, y me di cuenta de que se refería a nuestra noche de bodas. Sentí de repente cierta culpabilidad, ¿pero cómo expresarla? Se abrió la puerta y algo oscuro se deslizó por ella como una ráfaga de viento: una chica joven con el pelo negro y corto, grandes ojos negros, rostro moreno aceitunado y un ligero vello en los labios rojos, dientes fuertes y relucientes. Algo, como un halo, entró en el cuarto con ella. Algo que yo no acertaba a explicarme. Me levanté. Ella se sentó sobre la mesa. —Es mi marido —dijo Isabel. Enseguida supe que se trataba de Jolanth. —¿No conoces a Jolanth Szatmary? —preguntó mi mujer. Me enteré entonces de que era una mujer famosísima que diseñaba todavía mejor que mi mujer todo tipo de cosas de arte industrial. Me disculpé, pues la verdad era que nunca había oído el nombre de Jolanth Szatmary ni en Wiatka ni durante el camino. —¿Dónde está el viejo? —preguntó Jolanth. —Tiene que llegar pronto —dijo Isabel. El viejo era mi suegro. Llegó al poco rato, exclamó el clásico «¡ah!» al verme, y me abrazó. Tenía un aspecto fresco y saludable. —¡Bienvenido a casa! —gritó triunfante, como si fuera él quien me había traído. —¡Todo está bien si el final es bueno! —dijo seguidamente. Las dos mujeres se echaron a reír, y yo sentí que me sonrojaba. —Vamos a comer, mira esto, todo lo he levantado yo mismo, con mis propias manos —exclamó mostrándomelas al mismo tiempo. Isabel hizo como si buscase el abrigo. Nos fuimos a comer, es decir: fuimos en coche a comer. Mi suegro tenía coche y chauffeur. —Al sitio de costumbre —ordenó. No me atreví a preguntar qué restaurante era su sitio de costumbre, pero resultó ser el mismo donde yo acostumbraba a comer muy a menudo con mis amigos, y al que tenía mucho cariño. Uno de esos antiguos restaurantes de Viena, cuyos dueños conocían más a sus clientes que a sus camareros y donde se trataba y servía a la gente como a invitados. Ahora todo esto había cambiado: nos sirvieron camareros nuevos que no me conocían, y que dieron la mano a mi campechano suegro. Él tenía allí también «su mesa particular». Yo era un extraño, peor todavía que un extraño, porque la estancia me era muy familiar, el empapelado de la pared era amigo mío, y también la ventana, el techo ennegrecido por el humo de los cigarros, la gran estufa verde de azulejos y el florero de loza ribeteado de azul con las flores marchitas que estaba en el alféizar de la ventana; pero me servían extraños, y con extraños estaba sentado a la mesa. No entendía su conversación. Mi suegro, mi mujer Isabel y Jolanth Szatmary hablaban de exposiciones, querían fundar revistas, imprimir anuncios, ser conocidos internacionalmente. ¡Qué sé yo! —Te metemos a ti también —decía mi suegro de vez en cuando, y yo no tenía ni idea de dónde quería meterme, pero sólo la idea de verme «metido» me daba horror. —Póngalo en mi cuenta —exclamó mi suegro cuando terminamos, y en ese momento salió Leopoldo de detrás del mostrador. ¡El abuelo Leopoldo! Seis años antes le llamábamos ya el abuelo Leopoldo. —¡Abuelito! —le grité. Y él vino hacia mí. Tenía que tener más de setenta años, y andaba con las piernas tambaleantes y los pies zambos, características de quienes han trabajado mucho tiempo de camareros; sus ojos claros y apagados, bordeados de rojo tras los inestables quevedos, me reconocieron inmediatamente. Se echó a reír, mostrando su boca sin dientes, al mismo tiempo que se abrían las alas de sus patillas blancas. Vino a mí y me cogió la mano tiernamente, como quien coge a un pájaro. —Qué bien, por lo menos está usted aquí —cacareó—; vuelva pronto, tendré el honor de servirle. Y sin preocuparse de los demás llamó a la dueña, que estaba detrás de la caja: —¡Por fin un cliente! Mi suegro rio. Tenía que hablar con mi suegro. Ahora sí que veía ante mí toda la escalera que tenía que subir, o por lo menos, me parecía verla; tenía infinitos peldaños, y se volvía más y más empinada. Naturalmente yo podía abandonar a Isabel y no ocuparme más de ella, pero entonces no pensaba en esa posibilidad. Era mi mujer (todavía hoy tengo el convencimiento de que es mi mujer). Quizá me había portado mal con ella: eso era seguro. Quizá fuese el antiguo amor, sofocado solamente a medias, el que me hacía creer que lo único que me impulsaba era la conciencia: ¿o quizá fuese la tonta pretensión de todos los muchachos y hombres jóvenes que han amado y olvidado a una mujer, la tonta pretensión de querer, a toda costa, volverla como era antes de reencontrarla? Pero ya estaba bien de introspección, tenía que hablar con mi suegro, y luego con Isabel. Me cité con mi suegro en el bar del hotel antiguo, donde me conocían mucho. Para estar bien seguro, una media hora antes hice una especie de reconocimiento y vi que todos seguían vivos. Dos de los camareros habían vuelto y el barman también, y hasta se acordaban de un par de deudas mías. ¡Cuánto bien me hizo esto! Todo estaba tranquilo y silencioso. No había ventanas y la luz del día se filtraba a través del techo de cristal. Tenían todas las bebidas buenas de antes de la guerra. Cuando llegó mi suegro pedí un coñac, y me trajeron el antiguo Napoleón, ¡igual que antes! —¡Qué demonio de chico! —dijo mi suegro. Pero no era yo el demonio precisamente. Le dije que había llegado el momento de reorganizar mi vida, mejor dicho, nuestra vida, y que no tenía la menor intención de posponer las cuestiones más decisivas: tenía que enterarme enseguida de todo lo necesario, ya que yo era un hombre muy sistemático. Él escuchó con mucha calma, después empezó: —Te lo contaré todo francamente: primero, no sé si Isabel tiene intención de vivir contigo, es decir, si te quiere, pero eso es una cuestión tuya, o vuestra; segundo: ¿de qué vas a vivir? ¿Qué sabes hacer? Antes de la guerra tú eras un hombre de la alta sociedad, joven y rico, del mismo ambiente al que pertenecía mi Bubi. Bubi era mi cuñado, a quien yo no podía sufrir. Le había olvidado completamente. —¿Dónde está? —pregunté. —Murió en la guerra —contestó mi suegro. Se quedó callado y bebió el vaso de un solo trago—. Murió en 1916 —continuó, y, por primera vez, me pareció más cercano y familiar—. Bueno, no tienes nada, no tienes ninguna profesión. Por lo menos yo soy consejero comercial, y me han dado un título, pero esto hoy día no quiere decir nada. La administración del ejército me debe cientos de miles, pero no me pagarán. Solamente tengo crédito y un poco de dinero en el banco. Todavía soy joven y puedo empezar algo nuevo e importante; como puedes ver lo estoy intentando con el arte industrial. Isabel ha aprendido el oficio con la famosa Jolanth Szatmary. «Empresa Jolanth», con este nombre se pueden distribuir las baratijas por todo el mundo, y además —adoptó un aire soñador— todavía tengo un par de hierros en el fuego. Este cambio bastó para que volviera a hacérseme antipático, y él se dio cuenta enseguida, porque añadió inmediatamente: —Ya no tengo dinero, aunque tu madre no lo sospecha todavía. Si quieres, puedo meterte en algún sitio, pero habla primero con Isabel. ¡Servus!Capítulo XXV Así es que hablé con Isabel. Era como si desenterrase algo que yo mismo había entregado a la tierra. ¿Me empujaba un sentimiento?, ¿o era la pasión lo que me acercaba a Isabel? Inclinado por naturaleza y educación a asumir responsabilidades, y siendo también reacio a todo tipo de orden que me crease ataduras con las que no sabía desenvolverme, me vi obligado ante todo a poner orden en mis propias circunstancias. Isabel llegó puntual al lugar donde nos habíamos citado, la confitería del centro de la ciudad donde nos veíamos en la época de mi primer enamoramiento. Yo la esperaba sentado en nuestra antigua mesa, invadido por los recuerdos, por el sentimentalismo incluso. Me parecía que la superficie de mármol de la mesa tenía que conservar todavía las huellas de nuestras manos; una idea infantil y ridícula, ya lo sé, pero me agarraba a ella, en cierto modo, para poder dar algún sentido a mi obligación de «poner orden en mi vida», y también para que mi conversación con Isabel solucionase estos dos aspectos. Me di cuenta entonces por primera vez de que vivimos muy a la ligera; olvidamos rápidamente y somos más superficiales que cualquier otro ser terrenal. Yo tenía miedo a Isabel. La guerra, la prisión, Wiatka, mi regreso, todo lo había casi olvidado. Ahora todas mis vivencias las relacionada con Isabel. Y ¿qué significaba ella realmente, comparada con la pérdida de mis amigos Joseph Branco, Manes Reisiger, Jan Baranovitsch, y mi patria, mi mundo? Según las leyes civiles y religiosas, Isabel no era aún mi mujer (en la antigua monarquía nos hubiésemos podido divorciar fácilmente, no digamos ahora), ¿la quería todavía? En cinco minutos estaría aquí, y me habría gustado retrasar media hora ese momento. Lleno de miedo comía pastelillos de chocolate, achicoria y canela que engañaban a nuestros ojos, pero no a nuestros estómagos (no había licores en la confitería). Isabel llegó, pero no sola, la acompañaba su amiga Jolanth Szatmary. Naturalmente yo había esperado que viniese sola, pero cuando apareció con Jolanth Szatmary no me extrañó nada. Vi claramente que no habría venido más que con ella. Lo comprendí. Yo no tenía prejuicios, en absoluto, en el mundo en que me había educado los prejuicios eran casi un signo de vulgaridad, pero me parecía de mal gusto exhibir cosas que se tenían por prohibidas. Lo más probable era que Isabel no hubiese permitido presenciar nuestro reencuentro a una mujer de la que no estuviese enamorada. Y en este caso no le quedaba más remedio que obedecer. Era asombroso el parecido que había entre ellas, a pesar de lo distinto de sus rostros, y del estilo tan diferente que tenían. El parecido se debía a sus ademanes y a su forma de vestir. Se podría decir que eran como dos hermanas, o mejor dicho, como dos hermanos. Como hombres, dudaron antes de entrar por la puerta, cediéndose una a otra el paso, también como hombres vacilaron ante la mesa para ver cuál de los dos se sentaba antes. Ni siquiera intenté besarles la mano. A sus ojos yo era algo ridículo, hijo de una estirpe miserable, de una raza extraña e inferior, y lo suficientemente descarado como para expresar mis ideas por medio de la galantería. Estaban sentadas frente a mí, decididas y herméticas, como si yo las hubiese provocado, existía entre las dos una clara y muda confabulación contra mí. Incluso cuando yo expresaba la cosa más indiferente ellas se cambiaban una mirada como dos personas que me conocían desde hacía mucho tiempo y sabían lo que era de esperar que dijese. Cada vez que reía una, se repetía inmediatamente la misma risa en los labios de la otra. De vez en cuando creía yo ver en Isabel una cierta inclinación hacia mí, como si me regalase una mirada robada, como si me quisiese asegurar que me seguía perteneciendo y que a su amiga solamente la obedecía en contra de su voluntad y su deseo. ¿De qué hablamos? Me informé sobre su trabajo y pronuncié un discurso sobre la incapacidad de Europa para reconocer los materiales, las intenciones, la genialidad de los primitivos. Era necesario llevar otra vez por el buen camino al disparatado gusto artístico de los europeos. El adorno, según yo lo entendía, era indudablemente lo opuesto a lo útil. Dije de nuevo, pues estaba convencido de ello, que el gusto de los europeos iba por mal camino, y que no podía comprender que solamente este errado gusto artístico fuese causa de la decadencia del mundo, quizá fuese simplemente una consecuencia, seguramente sólo un síntoma. —¡Síntoma! —exclamó la señora Jolanth—. ¿No te dije, Isabel, que era un optimista incurable? Me di cuenta a primera vista. Diciendo esto la señora Jolanth puso sus manos anchas y pequeñas sobre la mano de Isabel. Al hacer este movimiento los guantes de la señora Jolanth resbalaron de su regazo al suelo, y yo entonces me incliné, pero ella me lo impidió con firmeza. —Perdone usted —dije—, soy un optimista. —¡Usted, con sus síntomas! —exclamó, y vi claramente que no había entendido el significado de la palabra. —A las ocho habla Harufax sobre la esterilización voluntaria —dijo la señora Jolanth—, no lo olvides Isabel, ahora son las siete. —No lo olvidaré —dijo Isabel. La señora Jolanth se levantó, y con una rápida mirada ordenó a Isabel que la siguiera: —Perdona —dijo Isabel, siguiendo obedientemente a la señora Jolanth al lavabo. Permanecieron allí un par de minutos, el tiempo suficiente para que yo me diese cuenta de que mi confusión iba en aumento; y si seguía empeñado en «poner orden en mi vida» no solamente no aclararía mi confusión, sino que la aumentaría, e incluso en términos generales. Volvieron, y ni siquiera pude llamar a la camarera, porque por miedo a que yo les tomase la delantera y menoscabase su independencia, ya la habían asaltado, por así decirlo, en el corto trecho que había entre la caja y el lavabo. Isabel, al despedirse, me puso en la mano un trocito de papel enrollado, y las dos se fueron sin más a oír hablar a Harufax sobre la esterilización. Yo desenrollé el papelito: «A las diez de la noche en el café Museum, sola», esto era lo que había escrito Isabel. La confusión parecía no tener fin. El café apestaba a carburo, es decir a cebollas podridas y cadáver, y no había luz eléctrica. Me resulta difícil aguantar olores penetrantes, los olores son más fuertes que los ruidos. Yo esperaba mudo y sin la menor gana de ver de nuevo a Isabel, y tampoco la tenía ya de «poner orden en mi vida»; era como si el carburo me hubiese convencido de lo absurdo que eran mis esfuerzos en este sentido. Esperaba allí solamente por una cuestión de educación. Ya no podía tardar mucho tiempo, en cualquier caso no más tarde de la hora de cierre impuesta por la policía, y yo, que había estado siempre en contra de esta imposición, ahora la consideraba como una deferencia de las autoridades; bien sabían ellas lo que se hacían: así obligaban a la gente como yo a corregir su confusionismo incurable y a desechar las características que ya no tenían vigencia. Media hora antes del cierre llegó por fin Isabel. Estaba hermosa cuando entró precipitadamente: vestía una piel corta de castor, tenía nieve sobre el pelo y sobre las largas pestañas, y algunas gotas de nieve derretida sobre las mejillas; recordaba a un animalillo salvaje y perseguido que saliese del bosque huyendo hacia mí. —Le he dicho a Jolanth que papá está enfermo —comenzó. Y sus ojos se llenaron de lágrimas. Prorrumpió en sollozos, a pesar del cuello y corbata de hombre que llevaba debajo de la piel de castor. Le tomé la mano con mucho cuidado y se la besé. Esta vez no estaba en disposición de ánimo para bajarme el brazo. Llegó el camarero con aspecto soñoliento, ya solamente lucían dos lámparas de carburo. Pensé que pediría un licor, pero lo que quería era, así, por las buenas, unas salchichas con rábanos. Las mujeres afligidas tienen apetito, y además, pensé, los rábanos picantes justifican las lágrimas. Su apetito me conmovió, me invadió la ternura, la funesta ternura masculina. Puse mi brazo sobre sus hombros y ella se echó hacia atrás mientras untaba con una mano las salchichas en la salsa de rábanos. Todavía caían lágrimas de sus ojos, pero ya tenían tan poco significado como las gotas de nieve derretidas sobre la piel de castor. —Soy tu mujer —suspiró, pero fue como una exclamación de alegría. —Desde luego —contesté. Bruscamente se irguió de nuevo y encargó un par de salchichas más con rábanos picantes y cerveza. Estaban apagando la última lámpara de carburo, así que nos fuimos preparando para irnos del café. —Me espera Jolanth —me dijo ante la puerta del café. —Te acompaño —dije. Fuimos callados uno junto al otro: una nieve floja y monótona caía perezosamente, y las farolas iluminaban también con pereza, guardando en su estuche de cristal sólo un puntito de luz avaricioso y hostil. No iluminaban las calles, las llenaban de tinieblas. Cuando llegamos a casa de la señora Jolanth Szatmary, Isabel dijo: —Aquí tenemos que decirnos adiós. Me despedí y pregunté cuándo podía volver a verla, haciendo ademán de irme, pero, repentinamente, Isabel, tendiéndome las manos, vino hacia mí diciendo: —No me abandones, me voy contigo. La llevé conmigo. No podía ir con Isabel a alguna de las casas en las que me conocían de tiempos pasados. Deambulamos por la gran ciudad abandonada y tenebrosa como dos niños huérfanos. Isabel se agarraba fuertemente a mi brazo y yo notaba a través de sus pieles el palpitar de su corazón. Alguna vez nos paramos bajo las escasas farolas, y pude ver su rostro húmedo. No sabía si eran lágrimas o nieve. Sin apenas darnos cuenta habíamos llegado al muelle de Francisco José, atravesamos el puente del Augarten; seguía nevando de la misma forma perezosa y fea, y nosotros íbamos en silencio. Una estrellita reluciente nos iluminaba desde una casa en Unter Augartenstrasse. Los dos sabíamos lo que la estrella anunciaba, y fuimos en su dirección. Los papeles de la pared eran de un color verde ácido, como de costumbre. No había luz, pero el portero encendió una vela y dejó derretir un par de gotas de cera para pegarla sobre la mesilla de noche. En el lavabo había una toalla: en medio de un círculo verde tenía bordadas con hilo rojo las palabras «Grüss Gott!». En ese cuarto, y esa noche, amé yo a Isabel. —Estoy prisionera —me dijo—, Jolanth me ha cogido prisionera. No debí haberme ido aquella noche, cuando murió Jacques. —No estás prisionera —dije yo—, estás conmigo, eres mi mujer. Intenté descubrir todos los secretos de su cuerpo, y su cuerpo tenía muchos secretos. Un ansia juvenil —entonces pensé que era un ansia masculina— me impulsaba a borrar todas las huellas que Jolanth hubiese podido dejar en aquel cuerpo. ¿Era ansia, o celos? Lentamente, se deslizó la mañana invernal sobre el papel verde ácido de la pared. Isabel me despertó. Me miraba de una forma muy extraña, con ojos asustados, con reproche, sí, también había reproche en sus ojos. Su seria corbata gris plata colgaba del respaldo de la butaca como una pequeña espada. Me besó suavemente sobre los párpados, dio un respingo de repente y gritó: —¡Jolanth! Nos vestimos precipitadamente, con una vergüenza indecible. El amanecer era horripilante. Caían pequeñas bolas de granizo. Estábamos lejos y los tranvías no circulaban todavía. Anduvimos durante una hora bajo la lluvia de granizo hasta la casa de Isabel. Se quitó el guante, su mano estaba fría. —Adiós —dije, pero ella no se volvió.Capítulo XXVI Eran las ocho. Como todos los días, mi madre estaba desayunando, y el rito de nuestro encuentro se desarrolló como siempre: —Buenos días, mamá. Mi madre me sorprendió con un: —¡Servus, hijo! Hacía ya mucho tiempo que no oía en boca de mi madre este saludo campechano. La última vez que se lo había oído, hacía catorce o quince años, todavía estaba yo en el instituto, y en vacaciones desayunaba con ella. Entonces mi madre acostumbraba a hacer alguna broma inocente que a ella le parecía muy aguda. Señalando a mi silla solía decir: «¿Te molesta el duro banco de la escuela?». Una vez contesté: «Desde luego, mamá». Y durante tres días no me dejaron sentarme a la mesa. Pero hoy la cosa llegó a más, porque hasta se quejó de la mermelada. —No comprendo —dijo— de dónde sacan tantos nabos. ¡Pruébalos, hijo!, son muy sanos, al menos eso es lo que dicen, al diablo con ellos… No dijo más, nunca decía palabrotas. Yo me tomé los nabos y la margarina y me bebí el café. El café era bueno, y me di cuenta de que la muchacha me servía a mí de otra cafetera, mi anciana madre había guardado para mí el café Meinl, buenísimo y muy escaso, mientras ella se arreglaba con la amarga achicoria. Pero yo no podía dar a entender que me había enterado, mi madre no podía soportar que se descubriesen sus pequeñas estratagemas. Era necesario actuar como un ciego, pues su orgullo era tan grande que a veces podía llegar hasta el rencor. —De modo que te has visto con tu Isabel —empezó, directamente—, lo sé porque ayer estuvo aquí tu suegro. Me molestó un poco, aunque si me paro a pensarlo le entiendo perfectamente. Estuvo aquí cerca de dos horas, y me contó que habías hablado con él. Le dije que ya me lo contarías tú, pero no hubo forma de pararle: por lo visto quieres poner tu vida en orden. ¿Qué dice Isabel de todo esto? —Pasé la noche con ella. —¿Dónde y por qué no aquí? —No se me ocurrió, mamá, y era demasiado tarde. —Me dijo que quiere meterte en algo, ya que tú no puedes mantener a una mujer. No sé en qué te quiere meter, pero tú tendrías que aportar algo; y no tenemos nada. Todo lo hemos dado para la guerra, y también, como la guerra, lo hemos perdido. Lo único que nos queda es esta casa. El dice que se podría hipotecar. ¿Por qué no hablas con el doctor Kiniower? Pero ¿dónde y en qué vas a trabajar? ¿Entiendes algo del arte industrial ése? Tu suegro entiende mucho, su conferencia fue todavía más detallada que la de Isabel. Y a propósito, ¿qué tipo de mujer es esa profesora Jolanth Keczkemet? —Szatmary, mamá —corregí. —Bueno, Szekely —añadió mi madre—, pero dime, ¿quién es? —Tiene el pelo corto, mamá, y no la puedo soportar. —¿Es amiga suya Isabel? —Muy amiga. —¿Muy amiga, dices? —Sí, mamá. —¡Ah! —dijo ella—, pues entonces déjalo, hijo. Ya conozco ese tipo de amistades, de oídas. Eso me basta, ¡he leído algo, hijo!, tú no puedes suponerlo que yo sé. Un amigo hubiese sido mejor. A las mujeres no hay manera de quitarlas de en medio, sobre todo si son profesoras, ¿y de qué ciencia es profesora esa Keczkemet? —Szatmary, mamá —corregí. —Como si quiere llamarse Lakatos —dijo mi madre después de pensar un rato—. ¿Y qué puedes tú contra una mujer profesora, hijo mío? Con un boxeador o un actor hubiese sido otra cosa. ¡Qué poco había conocido yo a mi madre! Esa mujer mayor que solamente iba al parque una vez por semana para respirar aire puro durante dos horas, y una vez al mes en coche hasta el Praterspitz, también por el mismo motivo, estaba enterada incluso de las llamadas perversiones. ¡Cuánto tenía que haber leído, qué forma más lúcida de pensar y discurrir en las largas horas de soledad que pasaba en casa, deambulando apoyada en su bastón negro por nuestras habitaciones sumidas en la penumbra: tan solitaria y tan rica, tan ingenua y tan sabia, tan alejada del mundo y tan conocedora de él! Pero yo tenía que defender a Isabel, ¡qué pensaría mi madre, si no lo hiciese así! Era mi mujer, acababa de abrazarla, todavía sentía en las palmas de mis manos el frescor terso de sus pechos jóvenes, todavía respiraba el aroma de su cuerpo, y la imagen de su rostro con los ojos medio cerrados, vivificado por el placer, estaba todavía viva en los míos, aún sentía sus labios en los míos. Tenía que defenderla, y mientras la defendía empezaba a amarla de nuevo. —Esa señora profesora Szatmary —dije— no puede hacer nada contra mí. Isabel me quiere, de eso estoy seguro. Ayer, por ejemplo… Mi madre no me dejó seguir hablando. —¿Y hoy? —dejó caer—. Hoy está otra vez con la profesora Halaszy. —Szatmary, mamá. —No doy importancia a esos nombres, hijo, y tú lo sabes, no me corrijas todo el tiempo, por favor. Si piensas vivir con Isabel, eres tú el que te tienes que acordar de él; y, como dice tu suegro, tienes también que hipotecar nuestra casa. Y meterte en algo, como dice tu suegro. ¿Qué digo yo, nuestra casa? Tu casa. Y entonces la profesora ésa del nombre impronunciable tendrá que contentarse con fabricar nuevos corales con piñones. ¡Por Dios! En el piso de abajo tenemos una vivienda libre. Creo que son cuatro habitaciones, pero el portero lo sabe. Todavía me queda algo en el banco, lo repartiré contigo, pregunta al doctor Kiniower cuánto es. Guisar podemos hacerlo juntos. ¿Sabe guisar Isabel? —No creo, mamá. —Yo sí sabía, volveré a recordarlo. Lo principal es que tú puedas vivir con Isabel e Isabel contigo. Esta vez no dijo «tu» Isabel, y yo lo aprecié como un signo de amor maternal. —Vete a la ciudad, hijo, busca a tus amigos, a lo mejor viven todavía. Bueno, ¿qué te parece eso de ir a la ciudad? —Muy bien, mamá —dije. Y me fui a ver a Stellmacher al Ministerio de la Guerra, para enterarme de lo que había sido de mis amigos. Stellmacher tenía que estar allí. Incluso si el Ministerio de la Guerra no era ahora más que una secretaría, Stellmacher tendría que estar allí. Y allí estaba, viejo, gris, casi blanco y encorvado, sentado en su antigua mesa, en su antiguo despacho, pero vestido de paisano, con un extraño traje que le estaba demasiado grande y le flotaba en torno al cuerpo, y al que además había dado la vuelta. De vez en cuando se aflojaba el cuello con los dedos, el hilo almidonado le molestaba, también le molestaban los puños, y los empujaba continuamente con el borde de la mesa para que se le metiesen dentro de las mangas. Tenía alguna información: Chojnicki vivía en Wieden; Dworak, Szechenyi, Hallersberg, Lichtenthal y Strohhofer solían jugar todos los días al ajedrez en el café Josefinum, en la Währingerstrasse. Stejskal, Halasz y Grünberger habían desaparecido. Fui primero a ver a Chojnicki a Wieden. Estaba sentado en su antiguo salón, en su antigua casa, casi irreconocible por haberse afeitado el bigote. «¿Por qué?, ¿para qué?», le pregunté: —Para tener el mismo aspecto que mi criado. Yo soy mi propio lacayo. Me abro la puerta, me limpio las botas, llamo cuando necesito algo, y yo mismo entro en el cuarto: ¿Qué desea el señor conde? «¡cigarrillos!», y entonces me mando a mí mismo al estanco. Comer, todavía puedo, gratis, en casa de la vieja —así llamábamos nosotros a la señora Sacher— y el vino me lo da todavía «el gordo» —así llamábamos a Lautgartner en Hietzing—. Y Xandl está en Steinhof, loco perdido. Así terminó Chojnicki su triste información. —¿Loco? —Completamente loco. Todas las semanas le hago una visita. Y El Cocodrilo —era el tío de los Chojnicki, Sapieha— le ha incapacitado para administrar sus bienes, es el tutor de Xandl, y yo no tengo nada que objetar. Esta casa está hipotecada. Sólo puedo quedarme aquí tres semanas más. ¿Y tú, Trotta? —Quiero hipotecar mi casa, ya sabes que estoy casado. Tengo que mantener a mi mujer. —¡Te has casado! —exclamó Chojnicki—. También yo, pero mi mujer está en Polonia. Que Dios le dé larga y feliz vida, yo he decidido —continuó— dejarlo todo en manos del Todopoderoso. Él ha migado para mí esta sopa, la sopa de la decadencia, y yo me niego a tomarla. Calló durante un rato; después dio un puñetazo en la mesa y gritó: —De todo eso, sois vosotros los culpables, vosotros, vosotros… —buscaba una expresión adecuada— vosotros, la chusma —se le ocurrió decir al fin—, vosotros con vuestros frívolos chistes de café habéis destruido al Estado. Xandl siempre lo había profetizado y vosotros no habéis querido daros cuenta de que esos imbéciles de los Alpes, los bohemios de los sudetes, esos cretinos nibelungos, han herido y han ofendido tanto a nuestras nacionalidades que han terminado odiando y traicionando a la monarquía. No han sido los checos, ni los polacos, ni nuestros rutenios, los que han cometido traición, sino nuestros alemanes, la población del Estado. —Pero mi familia es eslovena —dije. —Perdona —dijo él entonces suavemente—, ¿no hay ningún alemán cerca? ¡Que venga aquí un alemán de los sudetes y le ahorco! —gritó otra vez repentinamente—. Vámonos, vamos a buscarle. Vamos al Josefinum. Dworak, Szechenyi, Hallersberg, Lichtenthal y Strohhofer estaban allí sentados, la mayor parte de ellos de uniforme. Todos pertenecían a la sociedad antigua, y ahora los títulos nobiliarios estaban prohibidos. —¿Y qué importa eso? El que no me conoce por mi nombre —dijo Szechenyi—, es que no ha recibido buena educación. Jugaban al ajedrez incansablemente. —¿Dónde está el sudete? —gritó Chojnicki. —Aquí estoy —dijo el sudete. Era papá Kunz, un ave fría, antiguo socialdemócrata, redactor del periódico del Partido y dispuesto en todo momento a demostrar históricamente que los austríacos eran realmente alemanes. —¡Demuéstremelo! —exclamó Szechenyi. Papá Kunz pidió un Sliwowitz doble y empezó con su demostración, nadie le escuchaba. —¡Qué Dios castigue a los sudetes! —gritó Chojnicki que acababa de perder una partida. De repente saltó, y se dirigió hacia el viejo papá Kunz con los puños levantados y cerrados. Le sujetamos. Echaba espuma por la boca, sus ojos se enrojecieron: —¡Marcomanos de cabeza cuadrada! —gritó finalmente. Éste fue el punto álgido de su ira, después se fue calmando. Yo me sentía a gusto, estaba otra vez en casa. Lo habíamos perdido todo: posición, nombre y rango, casa, dinero y valores, pasado, presente y futuro. Todas las mañanas al despertarnos, y todas las noches al dormimos, maldecíamos a la muerte que vanamente nos había invitado a su gran festín, y todos envidiábamos a los caídos. Ellos descansaban bajo tierra, y la próxima primavera de sus restos crecerían violetas. Nosotros, sin embargo, habíamos vuelto a casa, desesperados, estériles, tullidos. Una generación elegida por la muerte, y por ella repudiada. El veredicto del tribunal que dictaba la aptitud para el servicio militar, decía de forma irrevocable: «Incapaz para la muerte».Capítulo XXVII Todos nos acostumbramos a lo desacostumbrado, y fue un apresurado acostumbrarse. Al mismo tiempo, y sin nosotros saberlo, acelerábamos nuestra adaptación, aceptando ideas que odiábamos y aborrecíamos. Incluso empezábamos a amar nuestro desconsuelo como se ama a un enemigo fiel, y nos arropábamos en él, agradeciéndole que apartase de nosotros las pequeñas y particulares angustias personales: él, hermano mayor, el gran dolor frente al cual no había consuelo, pero tampoco pequeñas preocupaciones. Creo que habría que comprender la terrible tendencia de la generación actual a aceptar sus yugos, todavía más terribles, y también perdonarla, si pensamos que es propio de la naturaleza humana preferir el dolor más intenso y desgarrador a una preocupación personal. El dolor inmenso devora rápidamente a la pequeña infelicidad, a la mala suerte, por así decirlo, y en aquellos años nosotros amábamos nuestra desgracia; no era que todavía no estuviésemos en situación de salvar de ésta un par de pequeñas alegrías, comprándolas, luchando por ellas, o por medio de la adulación. Bromeábamos a menudo y reíamos también con frecuencia, gastábamos dinero, que, a decir verdad, casi ni era nuestro, pero tampoco tenía casi valor, prestábamos y pedíamos prestado, regalábamos y nos dejábamos regalar, nos hacíamos deudores y pagábamos otras deudas. Así vivirán los hombres antes del día del Juicio, bebiendo miel de flores venenosas, ensalzando al sol que se apaga como dador de vida, besando la tierra agostada como madre de la fertilidad. Se acercaba la primavera, la primavera de Viena, que ninguna de las canciones vienesas ha sabido describir. Ni una sola de las canciones que se han vuelto populares expresa lo entrañable del canto de un mirlo en Votivpark o en Volksgarten, ningún texto poético es tan conmovedor como el grito fuerte y amable de un pregonero desde una caseta del Prater en el mes de abril. ¿Quién puede cantar al oro manso del cítiso, que en vano busca esconderse entre el verde tierno de los arbustos vecinos? Pronto llegará el olor dulce de las lilas; una promesa festiva. En los bosques de Viena azulean las violetas, los seres humanos se emparejan, y en nuestros cafés habituales jugamos al ajedrez, al dardel y a los naipes, perdiendo y ganando un dinero que no tiene valor. Para mi madre la primavera es tan importante que desde el quince de abril empieza a ir dos veces al mes al Prater, no una sola vez como en invierno. Había muy pocos coches de punto, los caballos morían de viejos, y muchos se mataban para comerlos en forma de salchichas. En las cocheras del antiguo ejército se podían ver diferentes piezas de los coches destruidos. Gomas de rueda de antiguos coches donde habían ido los Tschirschky, los Pallavicini, los Sternberg, los Esterházy, los Dietrichstein y los Trautmannsdorff. Mi madre, precavida por naturaleza, se había hecho todavía más precavida con la edad, de modo que había apalabrado uno de los pocos coches que quedaban, y que llegaba puntualmente dos veces al mes, a las nueve de la mañana. Algunas veces acompañaba yo a mi madre, especialmente los días de lluvia. Ella no quería estar sola ante las injusticias, y la lluvia era para ella una injusticia. No hablábamos mucho en la penumbra silenciosa y apacible de la capota, bajo la lluvia. —Señor Xaver —dijo mi madre al cochero—, cuénteme usted alguna cosa. Él se volvió hacia nosotros, dejó trotar unos minutos a los caballos, y nos contó todo tipo de cosas. Su hijo, al volver de la guerra, se había vuelto un estudioso del comunismo, y comunista activo: —Mi hijo dice —nos contaba el señor Xaver— que el capitalismo se ha terminado. No me llama nunca padre, y me dice: «Conduzca su señoría». Tiene la cabeza sobre los hombros, y sabe lo que quiere. Mi madre le preguntó si ella misma también era capitalista: —Desde luego —dijo el señor Xaver—, todos los que no trabajan y pueden vivir son capitalistas. —¿Y los mendigos? —preguntó mi madre. —Ésos no trabajan, pero tampoco van en coche al Praterspitz como usted, señora —contestó el señor Xaver. Mi madre me susurró: —¡Jacobino! Ella pensaba haber hablado en el dialecto de los «dominadores», pero el señor Xaver la entendió, se volvió hacia nosotros, y dijo: —Es mi hijo el que es un jacobino. Y sin más dio un golpe con el látigo, como aplaudiendo así, con un bravo, sus conocimientos históricos. Mi madre se volvía jada vez más injusta, especialmente desde el día en que hice la hipoteca. El arte industrial, Isabel, la señora profesora, el pelo corto, los checos, los socialdemócratas, los jacobinos, las acciones bancarias, los judíos, la carne en conserva, mi suegro, todo esto era blanco de su odio y su desprecio. A nuestro abogado, el doctor Kiniower, que había sido amigo de mi padre, le llamaba «el judío», porque así era más fácil, y la muchacha era «la jacobina», el portero «el sansculotte»; y a la señora Jolanth Szatmary la llamaba «Keczkemet». Una nueva persona apareció en nuestra vida, un tal Kurt von Stettenheim, llegado de la marca de Brandenburgo y resuelto a extender el arte industrial por todo el mundo y a cualquier precio. Tenía el aspecto de uno de esos hombres a los que hoy se califica de chicos bien, entendiéndose por esto una mezcla de campeón internacional de tenis y terrateniente, con un ligero toque transatlántico o de naviero. Normalmente este tipo de personas son del Báltico, de Pomerania o de la landa de Luneburgo. Habíamos tenido suerte relativa, nuestro señor von Stettenheim no venía más que de la marca de Brandenburgo. Era alto, robusto, rubio y pecoso, y llevaba el inevitable corte en la frente, cicatriz por la que se reconocía a los borusios; el monóculo lo llevaba con tan poca naturalidad que casi llegaba a ser natural. Yo también uso alguna vez monóculo, por comodidad, y porque soy demasiado presumido para ponerme gafas. En Pomerania, en el Báltico y en la marca de Brandenburgo hay un tipo de rostros en los que el monóculo da la impresión de ser un tercer ojo superfluo, no una ayuda para el ojo, sino su máscara de cristal. Cuando el señor von Stettenheim se calaba el monóculo tenía el mismo aspecto que la profesora Jolanth Szatmary cuando encendía un cigarrillo. Si el señor von Stettenheim hablaba o se acaloraba, la marca de Caín de su frente se volvía roja, y la verdad es que el hombre se acaloraba sin ningún motivo, o, por lo menos, eso era lo que se deducía de sus palabras, en admirable contraposición con su ardor, como, por ejemplo: «Les puedo decir a ustedes que quedé sencillamente paralizado», o bien: «Yo digo siempre que no hay que desesperarse», o: «Me apuesto diez contra uno y pongo mi mano», y otras muchas frases como éstas. Estaba claro que nuestra hipoteca no había sido suficiente para mi suegro, pues el señor von Stettenheim prometió invertir de forma considerable en el estudio de Isabel Trotta. Mi suegro nos reunió un par de veces. Como, gracias a mi hipoteca, finalmente me «había metido», quería presentarme a nuestro tercer socio. —Yo conozco a un conde Trotta —exclamó el señor von Stettenheim, cuando apenas habíamos intercambiado un par de palabras. —Se confunde usted —dije—, los Trotta tienen el título de barón, si es que todavía hay alguno vivo. —Cierto, ahora me acuerdo, el anciano coronel era barón. —Se confunde otra vez —dije—, mi tío es capitán de distrito. —Lo siento —contestó el señor von Stettenheim, y se le puso roja la cicatriz. El señor von Stettenheim había pensado poner a nuestra empresa el nombre de «Talleres Jolan» y así se inscribió en el registro. Isabel diseñaba con gran aplicación; siempre que yo iba al estudio me la encontraba dibujando cosas increíbles, como, por ejemplo, estrellas de nueve puntas sobre la superficie de un octaedro, o bien una mano de diez dedos tallada en ágata y bautizada con el nombre de «La bendición de Krishnamurtis»; o un toro en color rojo sobre fondo negro: «Apis»; o un barco con tres remeros: «Salamis»; o una serpiente hecha pulsera: «Cleopatra». Las ideas eran de la profesora Jolanth Szatmary, que le dictaba también los planes; por lo demás, entre la profesora y yo existía una amabilidad convencional preñada de odio y de ideas sombrías, en cuyo fondo yacían los celos mutuos. Isabel me amaba, de esto yo estaba seguro, pero tenía miedo de la profesora Jolanth Szatmary, uno de esos miedos que la medicina moderna define con éxito, pero que no puede aclarar con el mismo éxito. Desde que el señor von Stettenheim se había incorporado como tercer socio a nuestros «Talleres Jolan», tanto mi suegro como la profesora me consideraban una presencia molesta, un estorbo en el camino de su arte industrial, inútil para prestar cualquier servicio útil, y, desde luego, indigno de introducirme en los planes artísticos y comerciales de nuestra empresa. Yo no era más que el marido de Isabel. El señor von Stettenheim editó prospectos en todos los idiomas del mundo y los envió a todas las direcciones del mundo; y cuanto más escasas eran las respuestas, mayor era su entusiasmo. Llegaron las nuevas cortinas, después dos sillas de color amarillo limón, un sofá amarillo limón con rayas negras de cebra, dos lámparas con pantallas hexagonales de papel japonés, y un mapa de pergamino donde se podían señalar con alfileres todos los países y ciudades, todos, incluso aquellos a los que nuestra empresa no suministraba sus productos. Las tardes en que iba a recoger a Isabel, ni ella ni yo hablábamos de von Stettenheim, ni de la profesora Jolanth Szatmary, ni del arte industrial. Lo habíamos acordado así. Vivíamos noches de primavera, felices y plenas. No había duda: Isabel me amaba. Yo tenía paciencia, esperaba, esperaba el momento en que ella me dijera libremente que quería ser totalmente mía. Nuestra vivienda de la planta baja esperaba. Mi madre no me preguntaba nunca sobre las intenciones de Isabel. De vez en cuando dejaba caer una frase, como, por ejemplo: «En cuanto os mudéis» o «Cuando viváis aquí en nuestra casa», y cosas parecidas. Al final del verano se vio claramente que nuestro «Taller Jolan» no rentaba en absoluto. Además mi suegro no había tenido suerte con sus «hierros en el fuego». Había especulado con el marco por medio del señor von Stettenheim, pero el marco bajó y mi suegro me habló de hacer una segunda hipoteca, más alta, sobre la casa. Hablé con mi madre, pero ella no quería saber nada de este asunto, y así se lo dije a mi suegro. —Eres un inútil, ya me había dado cuenta desde el principio —dijo—, yo mismo iré. Fue a ver a mi madre, pero no fue solo, sino acompañado por el señor von Stettenheim. Mi madre, que sentía miedo, repulsión incluso, por las personas extrañas, me pidió que esperase, de modo que me quedé en casa. Y se produjo el milagro: a mi madre le gustó el señor von Stettenheim. Durante la conversación que tuvimos luego en el salón, creí observar que se esforzaba por tomar parte en la charla, inclinándose un poco hacia él para captar con más claridad su abundante y superficial palabrería. —¡Charmant! —dijo mi madre—, charmant —repitió un par de veces, volviéndolo a decir cada vez que el señor von Stettenheim pronunciaba sus frases más insustanciales. El señor von Stettenheim nos dio una verdadera conferencia sobre el arte industrial en general, y sobre los productos del «Taller Jolan» en particular. Y mi anciana madre, que, con toda seguridad, entendía ahora de arte industrial tan poco como después de la conferencia de Isabel, no hacía más que repetir: —Ahora entiendo, ahora entiendo… ¡ahora entiendo! El señor von Stettenheim tuvo el buen gusto de decir: —El huevo de Colón, señora. Y mi madre repitió obedientemente. —El huevo de Colón. Hicimos una segunda hipoteca. Nuestro abogado Kiniower se mostró contrariado al principio: —Le advierto —dijo— que es un negocio sin perspectivas. Su señor suegro no tiene más dinero, lo sé porque me he informado, y ese señor von Stettenheim vive de los préstamos que usted hace, él dice que tiene participación en el picadero del zoológico de Berlín, pero mi colega de Berlín me ha informado de que eso no es cierto. Yo fui muy amigo de su padre, y le digo a usted la verdad: la señora profesora Jolanth Szatmary es tan profesora como yo, en su vida ha visitado la Academia, ni en Viena ni en Budapest. Se lo advierto, señor Trotta, se lo advierto. «El judío» tenía los ojos negros y lacrimosos detrás de los quevedos torcidos. La mitad de su bigote se arremolinaba hacia arriba, mientras la otra colgaba inconsolable hacia abajo. De esta forma se exteriorizaban en cierta medida las dos facetas de su carácter. Después de una larga y pesimista charla en la que habló de una decadencia segura, fue capaz de terminar con esta insólita exclamación: —¡Pero todo va bien, Dios es un padre! Esta frase la repetía siempre en todas las situaciones embrolladas. Este nieto de Abraham, heredero de una maldición y de una bendición, frívolo como buen austríaco y melancólico como judío, lleno de sentimiento, pero que frenaba el sentimiento justo en el límite donde puede hacerse peligroso, perspicaz a pesar de sus quevedos tambaleantes y torcidos, llegó a ser tan querido para mí como un hermano. A menudo iba yo a su despacho, sin motivo ni necesidad alguna; sobre su mesa de trabajo estaban las fotografías de sus dos hijos. El mayor había muerto en la guerra, el más joven estudiaba medicina. —Tiene preocupaciones sociales en la cabeza —decía el anciano doctor Kiniower—, ¡y cuánto más importante sería un remedio contra el cáncer!, ¡yo mismo tengo miedo de tener uno allá atrás, en los riñones! Ya que mi hijo estudia medicina, debería acordarse de su viejo padre, y no de la salvación del mundo. ¡Basta ya de salvadores! Pero usted quiere salvar el arte industrial, su madre quería salvar a la patria, y dio en préstamo toda su considerable fortuna para la guerra. Lo único que le queda es un seguro de vida ridículo. Su señora madre se imagina probablemente que le dará para pasar su vejez modestamente, pero no tendría ni para vivir dos meses con ello. Usted no tiene ninguna profesión, ni la va a encontrar, pero si no empieza a ganar algo, se va a hundir. Tiene usted una casa, yo le aconsejo que la convierta en una pensión. Pruebe de hacérselo comprender a su señora madre. Esta hipoteca no va a ser la última que haga, necesitará usted una tercera, y una cuarta. ¡Créame, Dios es un padre! El señor von Stettenheim iba muy a menudo a ver a mi madre, raras veces se anunciaba con antelación, y mi madre le recibía siempre afablemente, a veces incluso entusiasmada, y yo veía, con extrañeza y recelo, cómo la anciana señora, augusta y severa, toleraba pacientemente los chistes groseros, las maniobras fáciles, los movimientos amanerados de las manos, las alabanzas y los elogios baratos. El señor von Stettenheim, cuando miraba la hora en un reloj de pulsera, tenía la costumbre de pasarse la mano izquierda por los ojos después de extender el codo con un movimiento tan brusco que daba miedo. A mí siempre me daba la sensación de que con la mano izquierda acababa de pegar a un vecino. Al levantar la taza de café levantaba el dedo pequeño de la mano derecha como cualquier institutriz, justo el dedo en el que llevaba un enorme sello con escudo. En conjunto parecía un insecto. Hablaba con esa voz gutural de algunos prusianos, que más parece salir de una chimenea que de una garganta, y que hace que todo lo que se diga suene a hueco, incluso lo más importante. Y justo este hombre era el que gustaba a mi querida y anciana madre. Charmant, le llamaba.Capítulo XXVIII Y poco a poco me corrompió a mí también, sin que yo lo advirtiera al principio. Le necesitaba, le necesitaba por mi madre, y porque además era el lazo entre nuestra casa e Isabel. A la larga, yo no me encontré a gusto entre las dos mujeres, o las tres, si cuento también a la profesora. Desde que el señor von Stettenheim alcanzó el sorprendente beneplácito de mi madre, Isabel venía a menudo a nuestra casa. Mi madre había indicado que no quería ver a la profesora, que claramente se había distanciado de Isabel. Esto en parte era gracias al señor von Stettenheim, y así también me corrompía a mí. Me acostumbré a sus inesperadas poses (cada vez me asustaban menos), a su charla, que siempre era dos o tres tonos más alta de lo que le correspondía al espacio en que hablaba. Era como si no se diese cuenta de que existen espacios pequeños y grandes: una habitación, y el vestíbulo de una estación, por ejemplo. En el salón de mi madre hablaba en voz más alta de la que suelen emplear cuando hablan por teléfono las gentes sencillas. En la calle llegaba a chillar. Y como ninguna de sus charlas tenía contenido alguno, sonaban doblemente altas. Hacía tiempo que yo me admiraba de que mi madre, a quien un tono fuerte, un ruido innecesario, una música callejera, e incluso los conciertos al aire libre producían verdadero dolor físico, pudiese aguantar, e incluso encontrase charmante, la voz del señor von Stettenheim. Fue un par de meses más tarde cuando, por pura casualidad, di con la razón de esa tolerancia. Una tarde volví a casa a una hora desacostumbrada. Quería saludar a mi madre y la busqué. La muchacha me dijo que estaba en la biblioteca. La puerta de la biblioteca que daba al salón estaba abierta, así que no necesité llamar. Me di cuenta de que la anciana señora no había oído mi saludo, y al principio creí que se había dormido sobre su libro. Estaba sentada, de espaldas a mí, con el rostro vuelto hacia la ventana; me acerqué más y vi que no estaba dormida, sino leyendo, y justo en ese momento pasaba la página. —Buenas tardes, mamá —dije. Se sobresaltó. —¿Cómo es que vienes ahora? —me preguntó. —Sólo es un momento, mamá, quería buscar la dirección de Stiasny. —No sé nada de él desde hace tiempo, yo creo que ha muerto. El doctor Stiasny era un médico de la policía y tenía mi edad, mi madre tenía que haberme entendido mal. —Me refiero a Stiasny —dije. —Sí, ya sé, creo que murió hace dos años. Tenía por lo menos ochenta. —¿Entonces ha muerto? —repetí, y me di cuenta de que mi madre estaba sorda. Sólo gracias a su tremenda disciplina, a la que a nosotros ya no se nos había sometido de niños, lograba mi madre la fuerza enigmática con que dominaba esa deficiencia cuando estábamos en casa. En las largas horas de espera se preparaba para oír. Sabía que la edad le había asestado uno de sus golpes, y pronto —pensaba yo— estaría tan sorda como el piano sin cuerdas. Cuando, en un ataque de enajenación, mandó quitar las cuerdas, fue quizá porque se dio cuenta de que pronto iba a quedarse sorda, y sintió un vago temor de no poder dar con los tonos exactos. De todos los golpes que la edad prodiga, éste tuvo que ser el más difícil para mi madre, verdadera hija de la música. En ese momento mi madre se me apareció con una grandeza casi supraterrenal, hija de otro siglo, del tiempo de una heroica nobleza, ya caduca. Pero es noble y heroico ocultar defectos. Por eso apreciaba al señor von Stettenheim, porque era al que mejor oía; le estaba agradecida y sus banalidades no la cansaban. Me despedí, quería ir a mi cuarto para buscar la dirección de Stiasny. —¿Puedo venir a las ocho, mamá? —dije, alzando un poco la voz, quizá demasiado. —¿Desde cuánto gritas tanto? —preguntó—, ven, tenemos Knödel de guindas, aunque la verdad es que están hechas con harina de centeno. Yo trataba desesperadamente de apartar de mí la idea de la pensión. ¡Mi madre, dueña de una pensión! ¡Qué idea más abstrusa, sí, absurda idea! La sordera daba a mi madre más dignidad todavía. Ahora, a lo mejor, ni siquiera oía el golpear de su bastón, ni sus propios pasos. Comprendí ahora por qué trataba con tanta indulgencia a nuestra muchacha, rubia, opulenta y patosa, más apropiada para la algazara que para otra cosa, una chica de los suburbios buena y tontona. ¡Mi madre con huéspedes! ¡Nuestra casa llena de timbrazos pagados que a mí hoy día me suenan doblemente chillones, ya que mi madre no está en situación de percibir su insolencia! Y yo tendría que sufrirlos por los dos, y me ofenderían por los dos. Pero, qué otra salida podía haber. El doctor Kiniower tenía razón: el arte industrial devoraba una hipoteca tras otra. Mi madre había decidido no ocuparse de ello, por lo tanto la responsabilidad era solamente mía. Yo, y una responsabilidad. Y no es que yo fuese cobarde; sencillamente, era incapaz. No tenía ningún miedo a la muerte, pero tenía miedo a un despacho, a un notario, a un empleado. Me hacía un lío con las cuentas, para una emergencia sabía sumar, pero la multiplicación era ya para mí un verdadero esfuerzo. Sí, yo y una responsabilidad. Entretanto el señor von Stettenheim vivía sin ninguna preocupación, como un pájaro patoso. Siempre tenía dinero, nunca prestaba, pero invitaba a sus amigos. Decididamente a nosotros no nos gustaba nada, y nos callábamos cuando de repente aparecía en el café. Además tenía la costumbre de andar cada semana con una mujer distinta. Las buscaba por todas partes y de todo tipo: bailarinas, cajeras, costureras, modistas, cocineras. Hacía excursiones, se compraba trajes, jugaba al tenis, montaba a caballo en el Prater. Una tarde nos encontramos en la puerta de casa, justo cuando yo volvía. Parecía tener mucha prisa, el coche le estaba esperando. —Tengo que irme —dijo, metiéndose en el coche. Isabel estaba sentada junto a mi madre, y se veía claramente que había venido con el señor von Stettenheim. Algo extraño se respiraba en nuestra casa, era como un olor fuera de lo corriente, desacostumbrado. Tenía que haber pasado algo raro en mi ausencia. Cuando entré en el cuarto, las mujeres estaban hablando entre sí, pero era ese tipo de conversación forzada, de la que me di cuenta inmediatamente, y de la que estaba seguro que iban a surgir problemas. —Acabo de encontrarme con el señor von Stettenheim en la puerta —empecé. —Sí —dijo Isabel—, me ha acompañado hasta aquí, y ha estado un cuarto de hora con nosotras. —El pobre tiene muchas preocupaciones —dijo mi madre. —¿Necesita dinero? —pregunté. —Sí, eso es —contestó Isabel—, hoy ha habido bronca. Te lo voy a decir de una vez: Jolanth ha pedido dinero. Se está divorciando. Stettenheim necesita ese dinero con urgencia, mi padre dice que tiene que hacer varios pagos en estos días. Yo he acompañado hasta aquí a Stettenheim. —¿Le ha dado dinero mi madre? —Sí. —¿En metálico? —Un cheque. —¿Cuánto? —Diez mil. Por lo que me había informado «el judío», yo sabía que mi madre había depositado en el banco Ephrussi cincuenta mil coronas devaluadas y que cada vez se devaluarían más. Hice lo que nunca hasta entonces me había atrevido a hacer. Ante los ojos severos y asustados de mi madre empecé a ir de un lado a otro del cuarto, y por primera vez en mi vida me atreví a alzar la voz en su presencia. Casi grité. En cualquier caso, me mostré violento. Me invadió todo el rencor contra Stettenheim, contra Jolanth, contra mi suegro, y también rencor contra mi propia corruptibilidad. Y rencor contra mi madre, y celos de Stettenheim. Por primera vez me atreví a decir delante de mi madre una expresión prohibida y típica de casino: —¡El cerdo del prusiano! —y yo mismo me asusté al oírlo. Todavía me atreví a más: prohibí a mi madre extender cheques sin mi conformidad, y sin ni siquiera tomar aliento prohibí a Isabel que llevase a mi madre cualquier tipo de gente que necesitase dinero. —Ese tipo de gente, que no sabe uno de dónde sale —dije exactamente. Y como me conozco a mí mismo, y sabía que en tres años no había expresado más de un par de veces mi propia voluntad, mi repulsión, mi exacta opinión sobre personas y situaciones, me sentí todavía más furioso y grité: —¡Tampoco a la profesora quiero volverla a ver aquí nunca más! Y del arte industrial, no quiero saber nada. Y para poner todas las cosas en orden, Isabel, ¡te vienes a vivir conmigo! Mi madre me miraba con sus ojos grandes y tristes. Decididamente estaba tan extrañada como contenta de mi repentina explosión. —Su padre era también así —dijo a Isabel. Hoy todavía creo que es posible que fuese mi padre el que hablase por mi boca. Sentí una necesidad terrible de marcharme. —Su padre —continuó mi madre— era a veces como una tormenta. Incluso alguna vez rompía los platos, ¡cuantísimos platos!, cuando estaba enfadado. Y diciendo esto, mi madre abría los brazos para darle a Isabel una idea de todos los platos que había roto mi padre. —Cada medio año —dijo mi madre— era como una enfermedad, especialmente en el verano cuando íbamos a Ischl y teníamos que hacer las maletas. No lo podía aguantar. El niño tampoco —continuó diciendo, aunque nunca en su vida me había observado cuando se hacían las maletas. Yo la hubiese abrazado. Pobre señora anciana que poco a poco iba quedándose sorda. ¡Era estupendo! Ella no percibía los ruidos del presente, sólo oía los del pasado; por ejemplo, los platos hechos añicos por mi furioso padre. Empezaba también a perder la memoria, como suele ocurrir a los ancianos que se van volviendo sordos, y esto era muy bueno. ¡Qué bondadosa es la naturaleza! Las carencias que regala la edad son una gracia. Nos regala el olvido, la sordera y la debilidad de los ojos a medida que envejecemos, y luego, poco antes de la muerte, un poco de confusión también. Las sombras que la muerte manda por adelantado son frescas y bienhechoras.Capítulo XXIX Mi suegro, como muchas personas de su estilo, había especulado con la caída del franco francés, y resultó ser una especulación mal calculada. De sus «muchos hierros en el fuego» ya no le quedaba ninguno. El «Taller Jolan» tampoco ganaba dinero. Vano había sido todo el mobiliario amarillo limón, inútiles los diseños de la profesora Jolanth Szatmary, y tampoco valían mucho más los incomprensibles dibujos de Isabel, mi mujer. Mi constante y afanado suegro perdió interés en el arte industrial, que repentinamente cambió por la industria periodística. Entonces se empezaban a hacer en Austria los periódicos al estilo alemán, y él invirtió dinero en el llamado Montags-Zeitung. También aquí me quería «meter». Daba, por llamarlo de alguna manera, información de buena tinta sobre la Bolsa. Después de retirar la hipoteca, de nuestra casa sólo nos quedaba una tercera parte, y además, con la puesta en curso de la nueva moneda, comprobamos que los bienes de mi madre en el banco Ephrussi habían quedado reducidos a apenas un par de miles de chelines. El primero en desaparecer de nuestro mundo fue el señor von Stettenheim, que «se marchó sin dejar huella», expresión que él usaba mucho y con gran alegría, y ni siquiera escribió una carta de despedida; solamente telegrafió: «Cita urgente. Vuelvo. Stettenheim». La profesora Jolanth Szatmary, fue la que más tiempo duró. Hacía ya semanas que el famoso estudio de los muebles amarillo limón estaba alquilado a Irak GmbH, que tenía un negocio de alfombras persas, y hacía también semanas que mi suegro pensaba vender su casa al Ayuntamiento de Viena. Todo el mundo había cambiado, pero la señora Jolanth Szatmary seguía donde siempre: en el hotel Regina. Estaba decidida a no renunciar a ninguna de sus costumbres, hábitos o necesidades, y seguía haciendo diseños. Logró divorciarse, su marido le pasaba una pensión mensual, y a menudo hablaba de irse a San Francisco. Le atraían las partes más extrañas del mundo, y en su opinión Europa estaba desinflada: pero no se iba, no renunciaba. A veces se me aparecía en mis pesadillas, se me aparecía como una mujer diabólica destinada a destrozar mi vida y la de Isabel. ¿Por qué se quedaba?, ¿para qué seguía haciendo diseños?, ¿con qué motivo iba Isabel a verla todos los días sin falta al hotel?, ¿para recoger diseños inútiles que ya nunca se llevarían a la práctica? —Estoy como hundida en un pozo —me confesó un día Isabel—, yo te quiero, pero esa mujer no me deja en paz, no sé lo que pretende. —Vamos a hablar con mi madre —dije. Nos fuimos a casa, a nuestra casa. Era ya tarde, pero mi madre estaba despierta todavía. —Mamá —dije—, me he traído a Isabel. —Muy bien —dijo mi madre—, espero que se quede para siempre. Por vez primera dormí con Isabel en mi cuarto, bajo nuestro techo. Fue como si la casa paterna glorificase nuestro amor, como si lo bendijese. Siempre recordaré aquella noche. Una verdadera noche de bodas, la única noche de bodas de mi vida. —Quiero un hijo tuyo —dijo Isabel, ya medio dormida. Yo lo tomé por una ternura corriente, pero cuando se despertó por la mañana —y se despertó antes que yo— me echó los brazos al cuello, y en un tono neutro, casi hirientemente neutro, me dijo: —Soy tu mujer, y quiero que me dejes embarazada. Quiero alejarme de Jolanth, me da asco: quiero un hijo. Desde aquella mañana, Isabel se quedó en nuestra casa, y la profesora Jolanth Szatmary escribió una breve carta de despedida. No se iba a San Francisco como había anunciando repetidas veces, sino a Budapest, a donde decía pertenecer. —¿Dónde está la profesora Keczkemet? —preguntaba de vez en cuando mi madre. —En Budapest, mamá. —Ya volverá —profetizaba mi madre. Y resultó que mi madre tenía razón. Vivíamos todos en mi casa, y la cosa iba bastante bien. Mi madre me concedió el gusto de abandonar sus odios, y ya no hablaba más de «el judío», sino del doctor Kiniower, como antes. Éste seguía obstinado en su idea: deberíamos poner una pensión; pertenecía al tipo de los llamados hombres prácticos, que no son capaces de desechar una idea productiva, aunque las personas destinadas a realizar esa idea sean incapaces de ello. Era un realista: es decir, tan cabezón como cuando sólo se ven fantasías. Veía el aspecto práctico de un proyecto, y tenía el convencimiento de que todos los hombres podrían realizarlo igualmente, cualquiera que fuera su forma de ser. Era como si, por ejemplo, se encargase a un carpintero una serie de muebles prácticos para una casa, pero sin tener en cuenta las dimensiones de la casa, de las habitaciones, de las puertas. Así fundamos nosotros una pensión. El doctor Kiniower se afanó en obtener la concesión que necesitábamos con el celo del convencido que busca el reconocimiento con la patente de una invención propia. —Ustedes tienen muchos amigos —me decía—, pueden alquilar en total doce habitaciones. Su señora madre se queda con dos, para usted y su esposa cuatro. Solamente necesitan una muchacha, un teléfono, ocho camas, y timbres. Y antes de que nos hubiésemos dado cuenta, nos trajo a la muchacha, el teléfono, a los instaladores, y las camas alquiladas. Ahora sólo quedaba encontrar huéspedes. Chojnicki, Steskal, Halasz, Grünberger, Dworak, Szechenyi, Hallersberg, Lichtenthal, Strohhofer: todos ellos, por decirlo así, se habían quedado sin techo que los cobijase. Los llevé a todos a nuestra pensión. El único que pagó su alquiler por adelantado fue el barón Hallersberg. Hijo de un importante fabricante de azúcar en Moravia, rendía tributo a nuestro círculo por medio del extraño lujo de la meticulosidad: ni tomaba nada prestado ni prestaba, vivía entre nosotros, en nuestra intimidad, impecablemente cepillado y planchado, y nosotros lo tolerábamos por sus maneras suaves y discretas y su total falta de sentido del humor. —Nuestra fábrica —decía, por ejemplo— está pasando por tiempos difíciles. Y acto seguido, armado de papel y lápiz, se ponía a explicarnos las preocupaciones de su padre, esperando de nosotros el mismo interés, que nosotros, por cierto, le dábamos con gusto. —Tengo que andarme con cuidado —decía luego. También en nuestra pensión se andaba con cuidado. Pagaba con prontitud y por adelantado, porque tenía miedo de deudas y cuentas. —Es que luego se amontonan —le gustaba decir. A todos nosotros nos valoraba muy poco, porque permitíamos que las cosas «se nos amontonasen». El que mejor lo hacía era Chojnicki, y a él precisamente era al que Hallersberg envidiaba más. Ante mi sorpresa, mi madre estaba encantada con su pensión. Se veía claramente que los instaladores, pululando con sus monos azules por nuestras habitaciones, la llenaban de animación, lo mismo que el sonido estridente de los timbres y las voces alegres. Se notaba que pensaba que estaba comenzando una nueva vida, pero a partir de cero, completamente nueva. Con pasos decididos y el bastón animoso, iba arriba y abajo recorriendo las habitaciones de nuestra casa de tres pisos. Su voz se había vuelto animada y aguda. Yo nunca la había visto así. A veces, por las tardes se dormía en su butaca, el bastón a sus pies como un perro fiel. Y, como decía Kiniower: «la pensión marchaba».Capítulo XXX En nuestra casa yo dormía al lado de mi mujer. Enseguida se vio que tenía un sentido muy desarrollado de lo llamado doméstico; como muchas mujeres, estaba realmente poseída por el sentido del orden y la limpieza, inclinación desmedida que está relacionada con los celos. Entonces me di cuenta por primera vez de por qué las mujeres aman a sus casas y sus hogares más que a sus maridos. Son ellas las que preparan el nido para los que han de venir, y las que con inconsciente alevosía enredan al hombre en una complicada red de pequeñas y diarias obligaciones, de las que ya nunca se pueden deshacer. En nuestra casa, yo dormía al lado de mi mujer. Era nuestra casa, era mi mujer. La cama se vuelve un hogar secreto dentro de una casa abierta y visible, y amamos a la mujer que nos espera allí sencillamente porque está a mano. Allí está ella disponible a todas las horas de la noche, pero hay que volver a casa; por lo tanto, se la ama. Se ama a lo seguro, se ama sobre todo a lo que espera, a lo paciente. Ahora, en nuestra casa, teníamos diez teléfonos, y como una docena de timbres, y como media docena de hombres con blusones azules trabajando en la conducción de agua. El doctor Kiniower adelantó el dinero para la reforma de nuestra casa y las nuevas instalaciones. Para mi madre, hacía ya mucho tiempo que había dejado de ser «el judío» para pasar a adquirir la categoría de «magnífica persona». En el otoño recibimos una visita inesperada: mi primo Joseph Branco. Llegó temprano, igual que la primera vez que vino a casa, y como si no hubiese pasado nada durante todo este tiempo: como si no hubiésemos tenido una guerra mundial, como si no hubiese estado en prisión con Reisiger y conmigo, con Baranovitsch, y luego en el campamento, como si nuestro país no se hubiese derrumbado. Mi primo el castañero se presentó como si tal cosa, con sus castañas, su mula, su pelo y bigote negros, y también con su rostro moreno y reluciente, dorado como un sol. Como todos los años, como si nada hubiera pasado, llegó Joseph Branco para vender sus castañas asadas. Su hijo estaba bien y gozaba de buena salud, iba a la escuela en Dubrovnik, su hermana se había casado felizmente, y su cuñado había tenido la suerte de no morir en la guerra. Tenían dos hijos gemelos, dos chicos, y para simplificar los dos se llamaban Branco. Pregunté qué había sido de Manes Reisiger. —Es un asunto difícil —contestó mi primo Joseph Branco—, está esperando abajo, no ha querido subir conmigo. Bajé a buscarlo. Al principio no lo reconocí. Con la barba descuidada de un color gris hierro, parecía una representación del invierno de los antiguos libros de cuentos. Le pregunté por qué no había subido. —Hace más de un año que quería visitarle, señor teniente —contestó—. He estado en Polonia, en Zlotogrod, porque quería ser otra vez el cochero Manes Reisiger, pero ¿qué es el mundo?, ¿qué es una pequeña ciudad?, ¿qué es un hombre?, y aún más ¿qué es un cochero frente a Dios? Dios ha llenado de confusión el mundo, y ha aniquilado la pequeña ciudad de Zlotogrod. Donde estaban nuestras casas crecen ahora margaritas y la flor del azafrán, mi mujer ha muerto también, la mató una granada, como a otros muchos de Zlotogrod. Así que me he venido a Viena, por lo menos aquí está mi hijo Ephraim. ¡Claro, su hijo Ephraim! Me acordaba muy bien del niño prodigio, y de que Chojnicki lo había metido en la Academia de música. —¿Qué hace ahora? —pregunté a Manes el cochero. —Mi Ephraim es un genio —contestó el anciano cochero—; ya no toca, no le hace falta —dijo—, es comunista, redactor de Roten Fahne, escribe artículos maravillosos, aquí los tiene. Fuimos a mi cuarto. El cochero Manes Reisiger llevaba en la cartera todos los artículos de su genial hijo Ephraim, un paquete considerable. Me pidió que se los leyese. Se los leí uno tras otro en voz alta; Isabel salió de la habitación. Luego, como cada tarde, se reunieron en mi cuarto todos nuestros huéspedes, mis amigos. —La verdad es que no debo quedarme en Viena —dijo Manes Reisiger—, hay una orden de deportación contra mí —su barba se expandió y resplandeció su cara—, pero mi hijo Ephraim me ha proporcionado un pasaporte falso. Aquí está. Y mostrando su pasaporte austríaco falso, se acarició la barba con los dedos y dijo: —¡Ilegal! —mirando orgulloso a su alrededor—. Mi hijo Ephraim —empezó otra vez— ya no necesita tocar: cuando llegue la revolución será ministro. Estaba tan convencido de que iba a haber una revolución mundial como de que cada semana tenía un domingo marcado en rojo en el calendario. —Este año, las castañas no se han dado bien —dijo mi primo Joseph Branco—, muchas tienen gusano, ahora vendo más manzanas asadas que castañas. —¿Cómo os salvasteis? —pregunté. —Dios nos ayudó —contestó el cochero Manes Reisiger—, tuvimos la suerte de matar a un cabo ruso. Joseph Branco lo agarró por la pierna y le dio con una piedra en la cabeza, luego yo me puse su uniforme, cogí su fusil y guie a Joseph Branco hasta Shmerinka, allí estaba el ejército de ocupación y Branco se enroló enseguida, y, claro, tuvo que seguir luchando; yo me quedé en casa de un judío muy bueno, como un civil más. Branco tenía la dirección, y cuando terminó la guerra vino donde yo estaba. —¡Brillante ejército! —exclamó Chojnicki, que, como todos los días, acababa de entrar en la habitación para tomar café conmigo. —¿Y qué hace tu hijo Ephraim, el músico? —Ya no necesita más música —contestó Manes Reisiger el cochero—, ahora está haciendo la revolución. —Ya hay unos cuantos —dijo Chojnicki—, no es que yo tenga nada en contra, pero las revoluciones de hoy día tienen un defecto: no llegan a triunfar. Hubiese sido mejor para tu hijo Ephraim haber seguido con la música. —Ahora se necesita un visado para cada país —dijo mi primo Joseph Branco—. En toda mi vida había visto yo una cosa como ésta, antes podía vender por todas partes: Bohemia, Moravia, Silesia, Galitzia —e iba enumerando todos los países perdidos de la corona—, pero ahora está prohibido, y además tengo un pasaporte con fotografía. Sacó el pasaporte del bolsillo de la chaqueta y lo levantó, enseñándoselo a todo el corro. —No es más que un castañero —dijo Chojnicki—, pero miren ustedes: precisamente ésta es una profesión que sirve de ejemplo. Este hombre vendía sus castañas por todas partes, se puede decir que en la mitad del mundo europeo. Todas esas partes donde se comían sus castañas eran Austria y en todas esas partes reinaba Francisco José. Ahora ya no hay castañas sin visado. ¡Qué mundo éste! ¡Bueno, al cuerno con vuestra pensión!, yo me voy a Steinhof, a ver a mi hermano. Mi madre se acercaba, se oían los fuertes golpes de su bastón por la escalera. Le parecía oportuno darse una vuelta por nuestro cuarto todos los días puntualmente a las cinco. Hasta ahora ninguno de nuestros huéspedes había pagado nada; una vez Chojnicki, y también Szechenyi, habían hecho un tímido ademán de pedir la cuenta, pero mi madre les había dicho que era el portero el que se encargaba de ello. Eso no era cierto, porque en realidad ésa era la responsabilidad de Isabel, que iba cobrando algo de uno u otro sobre la marcha, y también controlaba nuestros gastos como podía. Los timbres sonaban durante todo el día, y ahora teníamos dos muchachas que subían y bajaban como comadrejas por los tres pisos de la casa. Estábamos acreditados en toda la zona y el barrio, y mi madre se alegraba con el sonido de los timbres que todavía podía oír, con el ruido que hacían los huéspedes, y con el crédito que disfrutaba su casa. No sabía, pobre anciana señora, que ya no era su casa. Ella creía que seguía siendo suya, porque cuando bajaba con su pelo blanco y su bastón negro, nadie osaba hablar de ello en nuestra habitación. Hoy había reconocido a Joseph Branco, y también saludó a Manes Reisiger. Desde que abrimos la pensión se había vuelto muy sociable, incluso no hubiese tenido inconvenientes en admitir a gente extraña y ordinaria. Se estaba quedando cada vez más sorda, y parecía como si los achaques le estuviesen afectando el conocimiento, pero no porque la hiciesen sufrir, sino porque hacía como si no le molestasen, y se negaba a confesarlos.Capítulo XXXI En abril del año siguiente, Isabel tuvo un niño. No lo tuvo en la clínica. Mi madre pidió, rogó y ordenó que diese a luz en casa. Yo lo había engendrado, insistiendo, pidiendo y exigiendo el niño. Isabel lo había deseado. Entonces yo amaba a Isabel, y también estaba celoso; la mejor manera de ahuyentar o borrar del pensamiento de Isabel a la profesora Jolanth Szatmary era engendrar un hijo: ésta era la prueba visible de mi superioridad. La profesora Jolanth Szatmary estaba borrada y olvidada. Pero yo también, el viejo Trotta, estaba medio olvidado y medio borrado. Yo ya no era Trotta, era el padre de mi hijo, al que bauticé con el nombre de Francisco José Eugenio. Debo decir que, desde el momento en que nació mi hijo, yo cambié por completo. Chojnicki y todos los amigos que vivían en nuestra pensión esperaban en mi cuarto, tan nerviosos como si fuesen ellos los que iban a ser padres. A las cuatro de la mañana nació el niño. Mi madre me dio la noticia. ¡Era mi hijo!, una horrible criatura colorada, con la cabeza demasiado grande y extremidades que parecían aletas; chillaba sin parar, y yo empecé a querer a esa criatura, hijo de mis entrañas, sin tampoco salvarme del orgullo barato de haber engendrado un hijo y no una hija. Me incliné para poder ver mejor su sexo diminuto, que tenía el aspecto de una coma pequeña y roja. No había duda: era mi hijo. No había duda: yo era su padre. Desde que existe el mundo, ha habido miles de millones de padres, y yo era uno de esos miles de millones, pero en el momento en que tuve a mi hijo en mis brazos, experimenté algo parecido a un lejano reflejo de la bienaventuranza que tuvo que embargar al creador del mundo el día sexto, cuando vio su obra, imperfecta pero acabada. Mientras sostenía aquella cosa diminuta, fea y chillona, en mis brazos, sentí claramente el cambio que se estaba produciendo en mí. Lo que tenía en mis brazos era pequeño, rojizo y feo, pero expelía una fuerza indecible; todavía más, era como si toda mi fuerza se hubiese acumulado en aquel débil y pobre cuerpecito, como si me sostuviese a mí mismo entre mis manos, a lo mejor de mí mismo. El instinto maternal de las mujeres no tiene límites, mi madre acogió al nieto recién llegado como si hubiese sido ella la que lo hubiera traído al mundo, el resto de capacidad de amar que todavía le quedaba lo depositó en Isabel, que, habiendo tenido un hijo de mi sangre, se convirtió en su hija, aunque en realidad Isabel no fue nunca otra cosa que la madre de su nieto. Fue como si solamente hubiese estado esperando a este nieto para prepararse a morir. Puedo decir en verdad que empezó a morir lentamente, como lento había sido el tiempo de su vida. Una tarde no fue a vernos a nuestro cuarto de la planta baja, y una de las muchachas me dijo que mi madre tenía dolor de cabeza. Pero no era un dolor de cabeza: mi madre había sufrido un ataque. Tenía paralizado el lado derecho. Así continuó todo el año, siendo para nosotros una carga querida y celosamente cuidada. Incluso así era para mí una alegría verla por las mañanas todavía viva. Era una mujer anciana, y podía morir de un momento a otro. Todos los días le llevábamos a mi hijo, su nieto, y ella solamente podía balbucear: «Pequeño». Tenía paralizado el lado derecho.Capítulo XXXII Mi madre fue para mí una carga querida y celosamente cuidada. Yo no había sentido nunca en mi vida una inclinación particular por ningún tipo de profesión; ahora, por fin, tenía dos profesiones: era hijo, y padre. Pasaba muchas horas sentado al lado de mi madre, después tuvimos que tomar a una enfermera, ya que la anciana señora pesaba mucho y había que llevarla todos los días a la habitación para sentarla a la mesa. Simplemente el sentarla era ya un trabajo; algunos días pedía también dar un paseo por las habitaciones en su silla de ruedas. Quería ver y oír. Desde que había caído enferma, tenía la impresión de que se había perdido muchas cosas en la vida; de que se lo había perdido todo. Tenía el ojo derecho medio cerrado, y cuando abría la boca era como si llevase una grapa de hierro en la parte derecha de los labios. Solamente podía pronunciar palabras sueltas, nombres casi siempre, y algunas veces parecía como si cuidase celosamente su vocabulario. En cuanto dejaba a mi madre, iba al cuarto de mi hijo. Isabel, que en los primeros meses había sido una madre totalmente entregada, iba distanciándose poco a poco de nuestro hijo. Yo le había puesto el nombre de Francisco José Eugenio, pero para Isabel y para mí era Geni. Con el tiempo Isabel empezó a salir de casa sin ningún motivo, yo no sabía adónde iba y tampoco se lo preguntaba. Si se iba, bueno, pues que se fuese, incluso me sentía muy bien cuando me quedaba solo, sin ella, con mi hijo. —¡Geni! —le llamaba, y su cara morena y redonda resplandecía. Me volvía cada vez más celoso, no me bastaba el haberlo engendrado, también me hubiera gustado haberlo gestado y parido. Él se arrastraba por el cuarto, ágil como una comadreja, era ya un ser humano, y sin embargo era también un animal y un ángel. Cada día y cada hora observaba yo sus cambios. Sus rizos castaños se hacían más espesos, más intenso el brillo de sus grandes ojos gris claro, las pestañas más alegres y pobladas, incluso las manitas iban adquiriendo expresión, los dedos se volvían más delgados y fuertes, y también los labios se movían más agitadamente, balbuciendo su lengüecilla de forma cada vez más rápida e inteligible. Vi cómo le salían los primeros dientes, acogí la primera sonrisa consciente de Geni, y allí estaba yo cuando echó a andar por primera vez, hacia la ventana, hacia la luz, con un repentino ímpetu, como si de una súbita iluminación se tratase; fue una idea compulsiva, un acto psicológico. Dios mismo le había regalado la idea de que el ser humano puede ir derecho. Y he aquí: mi niño iba derecho. Hacía mucho tiempo que yo no sabía dónde pasaba Isabel las horas, incluso algunas veces los días. A veces hablaba de una amiga, una modista, de un club de bridge. Nuestros huéspedes pagaban escasa y raramente exceptuando a Hallersberg. Chojnicki, cuando por casualidad recibía dinero de Polonia, pagaba la pensión de dos o tres huéspedes. Teníamos crédito absoluto en el barrio, yo no entendía nada de cuentas e Isabel aseguraba que llevaba la contabilidad, pero un día, cuando no estaba ella en casa, llegaron los carniceros, los panaderos y los cafeteros, todos muy confiados a pedirme que les pagase. Yo sólo tenía mi dinero de bolsillo, un par de monedas, que Isabel me daba regularmente antes de irse de casa. Algunas veces no nos veíamos en todo el día. Yo iba a diario al café Wimmerl con mis amigos; a Chojnicki le correspondía leer los periódicos y hacer una ponencia sobre política. Todos los domingos iba a Steinhof para visitar a su hermano loco y hablaba con él de política; luego nos contaba: —En confianza, mi hermano está completamente loco, pero en lo que se refiere a la política está más cuerdo que nadie. Hoy, por ejemplo, me ha dicho: Austria no es un Estado ni una patria ni una nación. Es una religión, y los clérigos y los idiotas de los clericales que nos gobiernan ahora hacen de nosotros lo que ellos llaman una nación, hacen una nación de nosotros, que somos una «supernación», la única «supernación» que ha existido en el mundo. Hermano —me dijo mi hermano poniéndome la mano sobre los hombros—: nosotros somos polacos, o por lo menos eso es lo que me han dicho, ¿por qué no vamos a serlo?, y somos austríacos, ¿por qué no vamos a querer serlo? Pero existe una especie de imbecilidad en los ideólogos. Los socialdemócratas han declarado que Austria es un componente de la república alemana, como si no fuesen ellos precisamente los inventores de las llamadas nacionalidades, y los imbéciles cristianos de los Alpes siguen a los socialdemócratas. En los montes reina la idiotez, lo digo yo, Joseph Chojnicki. ¡Y pensar —siguió diciendo el hermano del loco—, que este hombre está loco!, estoy convencido de que no lo está. Sin la ruina de la monarquía no se hubiese vuelto loco. Así terminó su informe. Todos callamos después de su charla, sobre nuestra mesa se extendía un silencio pesado que no venía de nuestro interior, sino de arriba. No lloramos, sino que, por decirlo así, guardamos silencio por nuestra patria perdida. Algunas veces, de repente y sin habernos puesto de acuerdo, empezábamos a cantar viejas canciones militares, y entonces nos animábamos y hasta parecía que estábamos vimos; pero la verdad era que estábamos muertos. Un día acompañé a Chojnicki a Steinhof, en una de sus visitas semanales a su hermano. El loco Chojnicki iba en ese momento a pasear al patio. Vivía en un departamento cerrado, aunque no mostraba ningún signo de violencia. No reconoció a su hermano, pero cuando yo le dije mi nombre, Trotta, se aclaró inmediatamente: —Trotta —dijo—, su padre estuvo aquí hace una semana. El anciano capitán de distrito Trotta; mi amigo el teniente Trotta cayó en Krasne-Busk. Os quiero mucho a todos, a todos los Trotta —y me abrazó—; mi residencia es Steinhof —siguió diciendo—, desde que vivo aquí es ésta la capital y la sede del Gobierno austríaco. Aquí guardo la corona; se me han dado los poderes para ello. Mi tío Ledochowski solía decir: este pequeño José llegará a ser un gran hombre, y tenía razón: ya lo soy. Chojnicki empezó ahora a decir cosas ininteligibles; pedía su calceta. Desde que estaba en el manicomio hacía punto incansablemente: —Estoy tricotando la monarquía —decía de vez en cuando. Cuando me despedí de él, me preguntó: —¿Tengo el honor de conocerle? —Me llamo Trotta —dije. —Trotta —contestó—, fue el héroe de Solferino, salvó la vida al Emperador. Trotta murió hace tiempo, me parece que es usted un farsante. Ese mismo día me enteré de por qué mi mujer estaba tan a menudo y tanto tiempo fuera de casa, de por qué dejaba solos a nuestro hijo y a mi pobre madre impedida: cuando volví a casa, me encontré con las dos únicas personas a las que odio verdaderamente: la señora profesora Jolanth Szatmary, y el señor Kurt von Stettenheim. Me enteré de que estaban en Viena desde hacía seis semanas. Me enteré de que habían abandonado el arte industrial. Ahora estaban volcados totalmente en el cine: —Alexander Rabinowitsch, el famoso Rabinowitsch, ¿no le conoce? —decía el señor von Stettenheim—. Ha fundado una empresa en Viena. ¡Otra vez una empresa! Estaba claro que Isabel no quería dedicarse a las labores de madre en absoluto. Indiscutiblemente quería hacerse actriz. El cine la llamaba, y ella se sentía muy dotada para el cine. Un día desapareció, dejándome la siguiente carta: «Querido esposo: tu madre me odia y tú no me quieres. Siento la llamada de mi vocación y me voy con Jolanth y Stettenheim. Perdóname. La llamada del arte es muy fuerte. Isabel». Le enseñé esta carta a mi madre impedida. Ella la leyó dos veces, después tomó mi cabeza con su mano izquierda todavía sana y dijo: —Pequeño, pe-peque-pequeño. Fue como si me felicitase y me compadeciese al mismo tiempo. Quién sabe cuántas cosas inteligentes habría dicho si no hubiese estado impedida. Mi hijo ya no tenía madre, la madre de mi hijo estaba en Hollywood: una actriz; y la abuela de mi hijo era una mujer paralítica. Murió en febrero.Capítulo XXXIII En los primeros días del mes de febrero murió mi madre. Murió como había vivido: noble y silenciosamente. Al sacerdote que vino a darle la extremaunción le dijo: —Dese prisa reverendo, el buen Dios no tiene tanto tiempo como la Iglesia se imagina a veces. El sacerdote en realidad se dio mucha prisa. Después mi madre me llamó. Ya no balbuceaba, hablaba con toda fluidez, como en los viejos tiempos, como si su lengua no hubiese estado paralizada nunca. —Si vuelves a ver a Isabel —me dijo—, aunque creo que esto no pasará, dile de mi parte que nunca la he podido soportar. Me muero, pero no me tengo por una de esas personas piadosas que cuando se están muriendo se vuelven generosas. Ahora tráeme a tu hijo para que lo vea otra vez. Fui abajo, le llevé a mi hijo; estaba muy grande y pesaba mucho, y esto me llenaba de orgullo subiendo las escaleras. Mi madre lo abrazó, lo besó y me lo devolvió. —Mándalo fuera —dijo—, muy lejos, no debe crecer aquí; ahora vete —añadió—, quiero morir sola. Murió esa misma noche, fue la noche de la Revolución; los tiros silbaban por la ciudad envuelta en oscuridad, y Chojnicki nos contó durante la cena que el Gobierno estaba fusilando a los obreros. —El Dollfuss ese —dijo Chojnicki— lo que quiere es ahorcar al proletariado. Que Dios me perdone: no le puedo soportar. Es muy propio de él enterrarse a sí mismo. ¡Esto no se había visto nunca…! Mientras enterraban a mi madre en el cementerio central, segunda puerta, en la ciudad seguían disparando. Todos mis amigos y todos nuestros huéspedes nos acompañaron a mi madre y a mí. Granizaba exactamente igual que la noche en que volví a casa; era el mismo tipo de lluvia, hostil y dura. Enterramos a mi madre a las diez de la mañana. Cuando salíamos por la segunda puerta del cementerio central, vi a Manes Reisiger. Iba detrás de un ataúd; sin preguntarle nada, le acompañé. Llevaron el ataúd a la tercera puerta, a la sección judía. Yo estaba en pie ante la tumba abierta, y en cuanto el rabino hubo recitado su oración, Manes Reisiger se adelantó y me dijo: —Dios me lo ha dado, Dios me lo ha quitado, alabado sea su santo nombre por toda la eternidad. El ministro ha derramado sangre, y también su sangre será derramada, correrá como en un torrente. Algunos trataron de hacer callar a Manes, pero él continuó con voz más fuerte: —Quien a hierro mata —dijo— a hierro muere. Dios es grande y justo. En ese momento se desplomó; le llevamos aparte mientras enterraban a su hijo Ephraim. Era uno de los rebeldes: mató y le mataron. Joseph Branco venía de vez en cuando por nuestra casa. No tenía otro interés que sus castañas: este año estaban podridas, con gusano, y él, Joseph Branco, sólo podía vender manzanas asadas. Vendí la casa, pero seguí con la pensión, y fue como si la muerte de mi madre hubiese expulsado de ella a todos mis amigos. Todos se marcharon, uno tras otro, sólo nos veíamos en el café Wimmerl. Para mí, solamente existía mi hijo: «Quien a hierro mata —había dicho Manes Reisiger— a hierro muere». Nada del mundo me interesaba ya. Mandé a París a mi hijo, a casa de mi amigo Laveraville. Y me quedé solo, solo, solo, solo. Iba a veces a la Cripta de los Capuchinos.Capítulo XXXIV Aquel viernes también esperaba yo con anhelo el atardecer, sólo entonces me sentía a gusto desde que no tenía casa ni hogar; lo esperaba, porque me había acostumbrado a arroparme en él. En Viena el atardecer era mejor que el silencio de la noche, después del cierre de los cafés, cuando las farolas se volvían melancólicas, lánguidas a causa de la inutilidad de su luz. Anhelaban la morosa mañana y su propio apagón, estaban cansadas, eran lámparas en vela, y querían que llegase la mañana para irse a dormir. Muy a menudo me acordaba de que los soles y las estrellas, hijos e hijas del cielo, habían querido bajar para alumbrar la ciudad de Viena y llenar de plata las noches de mi juventud. Las faldas de las chicas de la calle, en la Kärntnerstrasse, llegaban entonces hasta el tobillo; cuando llovía, esas dulces criaturas se remangaban los vestidos y yo veía sus botas tentadoras hasta el tobillo. Después entraba en Sacher para ver a mi amigo Sternberg; estaba sentado siempre en el mismo palco, y siempre era el último en irse. Nos podíamos ir a casa juntos, pero éramos jóvenes, la noche era joven (aunque ya avanzada), las chicas de la calle eran también jóvenes, especialmente las maduras, y también eran jóvenes las farolas. Vivíamos al mismo tiempo nuestra juventud y la juventud de la noche. Las casas donde habitábamos nos parecían tumbas, o asilos en el mejor de los casos. Los policías nocturnos nos saludaban, el conde Sternberg les daba cigarrillos. A menudo patrullábamos con los guardianes nocturnos por el centro de la calle vacía y desleída en plena noche, y a veces nos acompañaba alguna de aquellas dulces criaturas, y tenía un andar distinto al de costumbre, por la acera de costumbre. Entonces las farolas eran menos numerosas y más modestas, pero como éramos jóvenes lucían con más fuerza, meciéndose alegremente en el viento… Luego, cuando volví de la guerra, no solamente más viejo, sino también envejecido, las noches vienesas estaban también arrugadas y marchitas como viejas y oscuras mujeres, y la tarde no iba en su busca como antaño, sino que evitaba su encuentro, palidecía y se desvanecía, rozándolas apenas. Uno tenía que agarrar, por decirlo así, las tardes apresuradas y temerosas antes de que estuvieran a punto de desaparecer; yo las recibía preferentemente en el parque, en el Volksgarten o en el Prater, y sus últimos y más dulces restos en algún café, donde ellas se filtraban suaves y delicadas como un aroma. También aquella tarde fui al café Lindhammer, y fingí no estar nervioso como lo estaban los demás. Desde hacía algún tiempo, desde que había vuelto a casa después de la guerra, yo me veía a mí mismo como un ser sin derecho a la vida. Me había acostumbrado a contemplar todos los acontecimientos que los periódicos calificaban de «históricos» con la mirada distante de quien no pertenece ya a este mundo. Hacía mucho tiempo que la muerte me había concedido una licencia indefinida, que ella misma podía interrumpir en cualquier momento: ¿qué ‘me importaban ya las cosas de este mundo…? A pesar de todo me preocupaban, especialmente todos los viernes: se trataba de saber si yo, jubilado de la vida, podría seguir consumiendo mi licencia como hasta ahora en una paz amarga, o si también me iba a ser arrebatada esa amarga paz, o esa renuncia, podríamos decir, a la que ya me había acostumbrado a llamar «paz». Por eso, en los últimos años, cuando cualquiera de mis amigos venía a decirme que había llegado el momento de preocuparse por la historia del país, yo siempre le contestaba con la frase de costumbre: —Quiero tener mi paz. Pero sabía exactamente que lo que hubiera tenido que decir era: —Quiero tener mi renuncia. Mi querida renuncia, también ella se ha ido, siguiendo el camino de mis deseos incumplidos… Así que cuando me siento en el café, y mientras mis amigos hablan de sus asuntos particulares, me doy cuenta de que mi destino, amargo y a la vez clemente, me ha hecho desentenderme de cualquier interés privado, solamente me interesa lo general, que tan poco había significado en mi vida, y a lo que siempre había dedicado tan poco tiempo. Hacía varias semanas que no leía ningún periódico, y las charlas de mis amigos, que se alimentaban de ellos y de noticias y rumores, pasaban por mis oídos sin causar el más mínimo efecto, de igual modo que las olas del Danubio, cuando a veces me sentaba en el muelle de Francisco José o en el paseo de Isabel. Estaba desconectado, completamente desconectado; estar desconectado de los vivos quiere decir algo así como ser «extraterritorial». Yo era un «extraterritorial» entre los vivos. También me había parecido superfluo el nerviosismo de mis amigos aquella tarde de viernes, hasta el momento en que apareció en el umbral de la puerta del café un hombre joven vestido de una forma extraña. Llevaba polainas de cuero, camisa blanca y una gorra de tipo militar que a mí me pareció en seguida una bandeja de cama y una caricatura de nuestras antiguas gorras austríacas, es decir: ni siquiera una gorra prusiana (porque los prusianos no llevaban en la cabeza ni gorras ni sombreros, sino cascos). Alejado del mundo y del infierno que el mundo representaba para mí, yo no estaba en situación de distinguir las nuevas gorras y los nuevos uniformes. Podía haber camisas blancas, azules, verdes o rojas; pantalones negros, marrones, verdes o lacados en azul; botas y espuelas, cueros, correajes y cinturones, y espadas en vainas de todo tipo: en cualquier caso, hacía ya tiempo, desde que había vuelto de la guerra, que me había decidido a no diferenciarlos, a no reconocerlos, y por eso me sorprendió más que a mis amigos la aparición de semejante figura, que parecía emerger de los lavabos situados en el sótano, pero que en realidad había entrado por la puerta de la calle. Durante unos minutos llegué a pensar que los lavabos, que yo conocía bien y que estaban situados en el sótano, se habían trasladado repentinamente afuera, y que uno de los hombres que servían allí había entrado para anunciarnos que todas las plazas estaban ocupadas. Pero el hombre dijo: —Compatriotas, el Gobierno ha caído, y un nuevo gobierno del pueblo, un gobierno alemán, está en marcha. Desde que había vuelto de la guerra a esta patria deshecha, nunca había tenido fe en ningún gobierno, y menos aún en un gobierno del pueblo. Yo, incluso hoy día —ahora, probablemente, cerca ya de sus últimas horas, puede un hombre decir la verdad— pertenezco a un mundo claramente decadente, en el que parece natural que los pueblos existan para ser gobernados, y que, por tanto, si quieren seguir siendo pueblos, no se puedan gobernar a sí mismos. Mis oídos sordos han oído alguna vez que a esto se le llama «ser reaccionario», lo cual a mí me suena como si la mujer amada me dijese que no me necesita en absoluto, que puede dormir consigo misma, y que quiere dormir conmigo solamente para tener un hijo. Por eso me sorprendió especialmente el miedo que se apoderó de todos mis amigos. Entre todos ocupábamos casi tres mesas, un segundo después estaba yo solo, mejor dicho, me encontré solo. Me encontré totalmente solo, y de repente me pareció como si me hubiese encontrado al fin repentina y sorprendentemente solo. Todos mis amigos se habían levantado, y en vez de decir «buenas noches», como era lo normal entre nosotros desde hacía años, exclamaron: —Camarero, la cuenta. Pero como nuestro camarero Franz no venía, llamaron al dueño del café, el judío Adolf Feldman: —Mañana pagamos —y se fueron sin dirigirme una mirada. Yo creía que volverían al día siguiente para pagar, y que nuestro camarero Franz no venía porque estaría ocupado en la cocina o en cualquier otra parte, y por eso no venía con su prontitud acostumbrada, pero no habrían pasado ni diez minutos cuando apareció detrás del mostrador el dueño del café, Adolf Feldman, con el abrigo puesto y un sombrero de copa en la cabeza y me dijo: —Señor barón, nos despedimos para siempre. Si nos vemos alguna vez en cualquier parte del mundo nos reconoceremos; mañana no volverá usted por aquí con toda seguridad, a causa del nuevo gobierno alemán del pueblo. Váyase a casa, ¿o es que piensa quedarse ahí sentado? —Me quedo aquí como todas las noches —le contesté. —Entonces adiós, señor barón, voy a apagar las lámparas. Aquí tiene dos velas. Y antes de que pudiera reponerme de la impresión de que lo que me había encendido eran las dos velas de la muerte, se apagaron todas las luces del café y Adolf Feldman, pálido, con sombrero de copa y más parecido a un enterrador que al jovial judío de barba plateada, me tendió una enorme cruz gamada de plomo y me dijo: —En todo caso, señor barón, tómese tranquilamente su licor, dejo las persianas cerradas, cuando quiera irse las puede abrir desde dentro. La barra está a la derecha, al lado de la puerta. —Quiero pagar —dije. —Hoy no hay tiempo para eso —contestó. Y desapareció, mientras yo oía bajar las persianas de la puerta. Así que me encontré solo, sentado a la mesa, delante de las dos velas. Estaban pegadas al mármol falso y parecían una especie de gusanos blancos erectos e iluminados. Me quedé esperando el momento en que se doblarían, como es propio de los gusanos. Cuando empecé a sentirme inquieto llamé: —¡Franz, la cuenta! —como todas las noches. Pero no vino el camarero Franz, sino el perro de guardia, que también se llamaba «Franz», y al que yo no podía soportar. Era de color arena, tenía los ojos legañosos y el morro viscoso. A mí no me gustan los animales, y menos todavía los hombres que aman a los animales. Siempre me ha parecido que los hombres que aman a los animales emplean en ellos una parte del amor que debieran dar a los seres humanos, y me di cuenta de lo justa que era esta apreciación, cuando comprobé casualmente que los alemanes del Tercer Reich amaban a los perros lobos, a los pastores alemanes. «¡Pobres ovejas!», me dije. Así es que el perro Franz vino hacia mí, y a pesar de que yo era su enemigo restregó su cara contra mi rodilla, pidiéndome al mismo tiempo perdón. Y las velas ardían, las velas de la muerte, ¡mis velas de la muerte! Y las campanas de la Peterskirche no tañían. Y yo no tenía reloj, ni sabía qué hora era. —¡Franz, la cuenta! —le dije al perro, y él se subió a mis rodillas. Cogí un terrón de azúcar y se lo di. Él no lo cogió, solamente gimió y me lamió la mano, la misma mano de la que había rechazado el regalo. Apagué una vela, separé la otra del mármol falso, fui hacia la puerta y subí las persianas con la barra, desde dentro. En realidad lo que yo quería era librarme del perro y de su amor. Cuando salí a la calle con la barra en la mano, para bajar otra vez las persianas, me di cuenta de que el perro no me había abandonado. Me seguía. Él no podía quedarse. Era un perro viejo, con más de diez años. Diez años por lo menos había servido en el café Lindhammer, como yo había servido al emperador Francisco José; y ahora ya no podía más. Ahora ninguno de los dos podíamos más. —¡Franz, la cuenta! —dije al perro, y él me contestó con un gemido. La mañana despuntaba sobre las extrañísimas cruces. Corría un viento que hacía balancear las viejas farolas, que estaban esta noche todavía sin apagar. Yo iba por calles vacías con un perro extraño decidido a seguirme. ¿A dónde?, yo lo sabía menos que él. La Cripta de los Capuchinos, donde reposaban mis emperadores en sarcófagos de piedra, estaba cerrada. El hermano capuchino me salió al encuentro y me preguntó: —¿Qué desea usted? —Quiero visitar la tumba de mi emperador Francisco José —le contesté. —¡Que Dios le bendiga! —dijo el hermano bendiciéndome con su crucifijo. —¡Que Dios le guarde! —exclamé yo. —¡Pst! —dijo el hermano. Y ahora, ¿a dónde puedo ir yo, un Trotta? JOSEPH ROTH. Nació en 1894 en una pequeña ciudad de Galitzia situada en la frontera oriental del Imperio Habsburgo. De 1916 a 1918 sirvió en el ejercito austro-húngaro, un periodo de su vida rodeado de incertidumbre, durante el cual más tarde declaró haber pasado algunos meses capturado por los rusos. Posteriormente trabajó como periodista en Viena, Berlín y Frankfurt, cubriendo distintos acontecimientos en Europa. En 1933 abandonó Alemania y vivió principalmente en París y el sur de Francia. Fue una de las principales figuras de la oposición intelectual en el exilio frente a los Nazis. A pesar de todo vivió como un refugiado; a menudo incapaz de encontrar a nadie que publicara sus libros y acosado por la pobreza, la soledad y la desesperación, murió como consecuencia de su alcoholismo en 1939. Joseph Roth escribió trece novelas, así como muchos relatos y ensayos. Atormentado por no haber llegado a conocer nunca a su padre, que había enloquecido antes de su nacimiento y muerto en Rusia en 1910, exploró frecuentemente las relaciones entre padre e hijo en sus obras. Este tema se entrelaza con las experiencias de la guerra y el antisemitismo: Fuga sin fin (1927) es la historia de un desilusionado oficial que vuelve a su hogar, y Job (1930) es el conmovedor retrato de un judío errante moderno. La marcha Radetzky (1932), una destacable crónica de la decadencia del Imperio Austro-Húngaro, fue continuada en una secuela, La Cripta de los Capuchinos (1938), que continua la historia hasta llegar al Anschluss, la anexión de Austria por la Alemania de Hitler. Roth es reconocido en la actualidad, junto con Thomas Mann, Proust y Joyce, como uno de los grandes escritores de la literatura moderna.

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